
Aún se puede volver al futuro
Carlos trabajaba en un casino. Le iba bien. Sacó un crédito y se compró un departamento. Entregó el viejo Renault 9 y se subió a una camioneta importada. Años después pudo cumplir el sueño de la casa de fin de semana. Pero un día lo pescaron quedándose con unas fichas de más y lo echaron. Carlos tuvo que vender la camioneta y la casa. Alquiló su departamento y se mudó a uno más chico.
Hasta que se sacó la lotería. Premio compartido de 500.000 dólares. Mucha plata, pero no suficiente para dejar de trabajar si quería mantener su nivel de vida. El padre le recomendó poner 100.000 para hacer un MBA, invertir 300.000 para armar una empresa y guardarse 100.000 por las dudas. Su amigo Mariano le dijo: "Carlitos, la vida es corta. Acordate del futbolista George Best, que dijo que gastó casi toda su fortuna en mujeres, autos y alcohol, y el resto lo desperdició". Carlos, como la Argentina, optó por el corto plazo. Quizás tenga suerte y se saque otra lotería cuando se le acaben los 500.000. Pero quizás no.
Desde 2003, los términos de intercambio, la relación entre los precios de lo que exportamos sobre lo que importamos, mejoraron casi sin parar. El precio de la soja estaba en las nubes. Brasil crecía y el real aún está carísimo. Las tasas de interés en el mundo estuvieron y siguen bajísimas. China, India y los emergentes crecían como nunca, y sus nuevos ciudadanos, que salen de la pobreza y se urbanizan, quieren comer, viajar, ver películas, comprar muebles y ropa con diseño, todas cosas que los argentinos hacemos bien. Para encontrar otro período de ocho años con un contexto externo tan favorable hay que remontarse a fines del siglo XIX y principios del XX.
En pocas palabras: nos sacamos la lotería. El problema es que nos la estamos gastando. La mayoría de los argentinos tiene más plata hoy que en 2003. La pobreza era 56% al salir de la crisis y hoy, bien medida, ronda el 25%. Se crearon millones de empleos y el desempleo cayó de 26% a 8%. Se recuperó el valor de los activos: los departamentos, las acciones y los campos valen mucho más que en 2003. La mayoría está mejor (pobres, ricos y clase media) y por eso no es misterio que Cristina haya ganado con 54% de los votos.
El gran mérito del kirchnerismo es haber repartido la lotería entre (casi) todos. El gran defecto del kirchnerismo es haber hecho poco para que sigamos creciendo cuando se acabe la fiesta, y ya hay indicios de que se está acabando.
La Argentina tiene una dotación de recursos similar a Australia. Ambos países son grandes, periféricos, ricos en tierra fértil, minerales y paisajes envidiables. Ambas poblaciones tienen un buen nivel educativo. Por eso producimos cosas parecidas: agroindustria, minería, turismo. La gran diferencia es que los australianos son más productivos. Cada trabajador produce en promedio el doble que un argentino en la misma industria, y por eso los australianos son el doble de ricos que nosotros. La única manera de alcanzarlos es invertir en capital, tecnología y educación del siglo XXI para poder trabajar mejor.
Ese camino es el que no tomó el kirchnerismo. Aumentó los impuestos como nunca en la historia para apropiarse de parte de la fiesta, y gastó. El gasto público pasó de 30% a más de 40% del PBI, y ese gasto fue sobre todo a transferencias. Las más dolorosas son los subsidios a la energía y al transporte, que este año llegarán a $ 80.000 millones aunque benefician más a los ricos y a la clase media que a los más pobres. Los anuncios recientes son un paso en la dirección correcta, pero no quitan el hecho de que por años despilfarramos recursos. Es cierto que gastó algo más en infraestructura, pero de manera ineficiente. Por eso hoy estamos importando fueloil caro y contaminante de Venezuela, y gas de Qatar en vez de autoabastecernos de energía. Es cierto también que aumentó el gasto educativo de 4 a 6% del PBI, pero en las pruebas internacionales PISA empeoraron nuestros resultados mientras Brasil, Chile y Uruguay mejoraron. No alcanza con gastar más, hay que gastar mejor.
Los controles de precios, la arbitrariedad en los permisos de exportación, la falta de crédito al sector privado y la inflación crearon un clima poco favorable para la inversión productiva. ¿Hubo inversión? Sí. El que vende y le va bien invierte para mantener y aumentar sus ventas. Pero no invierte en la Argentina el que tiene un proyecto de alto riesgo que requiere hundir mucho capital. Y ésa es la inversión que transforma una economía. Hacer muchas torres no asegura el crecimiento a largo plazo y no aumenta la productividad. Es una manera de gastarse la lotería.
Y la lotería se está acabando. La historia enseña que toda bonanza se revierte tarde o temprano; también enseña que las crisis no avisan: suceden. Ya hay algunos indicios, pero todavía estamos a tiempo de usar lo que queda de la bonanza para recuperar el futuro. Alcanza con mejorar el clima de negocios, estabilizar la inflación, profundizar la integración con el mundo para potenciar nuestras exportaciones y traer tecnología de punta, mejorar la calidad de la inversión en educación e infraestructura y dejar de lado el avasallamiento de las instituciones. En democracia la regla es la alternancia en el poder, y las instituciones como la Justicia, la administración pública profesional y el periodismo independiente garantizan el respeto de los derechos de las minorías circunstanciales. Todos somos argentinos: hoy le toca gobernar al kirchnerismo, pero mañana le tocará a otro. Si se tomaran el tiempo para reflexionar, los que hoy gobiernan se darían cuenta de que a largo plazo nos conviene a todos que las instituciones funcionen.
Ojalá que Cristina aproveche la oportunidad para cambiar el rumbo. Lo anunciado en subsidios parece ir en la dirección correcta; los controles en el mercado cambiario, no. Pero aún estamos a tiempo: se puede bajar el nivel de confrontación política, cuidar las instituciones y potenciar la productividad y el ahorro. Si lo hace, pasará a la historia como una de las grandes estadistas. Si no, nuestros hijos nos van a preguntar por qué nos gastamos la lotería en vez de ponernos de acuerdo para construirles un futuro mejor.
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El autor, economista, es director ejecutivo de la Fundación Pensar





