Banquetes y recetas coloniales
La alimentación porteña en tiempo de los virreyes
1 minuto de lectura'
En tiempos de virreyes, y poco después, la comida en América era tan barata y accesible que nunca resultaba un problema grave en el presupuesto más modesto, ni hubiera incidido -por carencia- para motivar protesta alguna. A fines del siglo XVII, las cacerolas porteñas estaban en su sitio, claro, sobre hornallas desbordantes de fuegos abastecidos con leña de durazneros, la leña más abundante y accesible, que las carretas traían desde la cañada de Escobar. Para entonces, una ternera vendida a las puertas de Buenos Aires costaba apenas dos reales. Por un real se accedía a cuatro lenguas, que entonces era la porción bovina dilecta de los rioplatenses y de todo hambreado que cruzara las interminables llanuras dispuesto a carnear hacienda baguala sólo por ese manjar.
Para 1793, en tiempos del virrey Arredondo y después de que su antecesor Loreto lograra incrementar notoriamente la ganadería, se autorizó el comercio de carne salada y así fue que en el primer quinquenio de embarques, sólo para La Habana -al decir de Félix de Azara-, salieron 40.759 quintales de tasajo y de charque o cecina.
Preexistía una real cédula del 20 de agosto de 1602 que había autorizado a los gobernantes del Río de la Plata a exportar a Brasil y a otras cercanías 500 quintales de cecina, 2000 fanegas de harina y 500 arrobas de sebo, bienvenida excepción para sustentar las siempre sedientas arcas virreinales.
Esa mínima exportación y su rédito fue seguramente lo que sirvió al Cabildo de justificación para construir un corral vacuno propio en pleno casco urbano, erigido durante 1607. La obra cerró por completo la manzana en propiedad de Pedro Xerez y limitada por las actuales calles Rivadavia, Piedras, Hipólito Yrigoyen y Chacabuco. Es decir, que los mugidos involucraron por muchos años a la hoy Avenida de Mayo al 700, parte del corral con muros de barro que construyeron presos e indios mansos bajo la dirección del alarife Pedro Moyano.
Hacia finales del virreinato no sólo la lengua vacuna saciaba los menos exigentes paladares rioplatenses, sino que la carne asada y el matambre adobado integraron el menú apetitoso y diversificado que se completaba con la imitación de platos españoles que pasaron a llamarse puchero criollo y carbonada. En Buenos Aires abundaban los productos quinteros, los rebaños lanares y lo que el río, entonces virginal, albergaba en sus entrañas. A la vista del Fuerte se pescaban inmensos dorados y surubíes que sucumbían para luego inmolarse horneados y rellenos, o vulgarmente se los fritaba con oliva de Cuyo.
Hombres necios... y golosos
Las crónicas más irreverentes de esos tiempos señalan que la silueta de los clérigos estaba acorde con la buena cocina monástica de la que el más prestigioso antecedente virreinal ha sido el recetario que anotó sor Juana Inés de la Cruz. Si bien no se encontró el manuscrito original y sólo otro copiado en el siglo XVIII, hay crónicas de los manjares que -en su corta vida- preparó y obsequió a los virreyes, marqueses de La Laguna y condes de Paredes. Lo que demuestra los hábitos cocineros de sor Juana Inés.
La monja poetisa, que sólo vivió 44 años (1651-1695), acostumbró a agasajar a la corte mexicana con bocados acompañados de poemas un tanto protocolares, como estiló al remitir a la virreina encinta un dulce de nuez cocinado "con los rayos de Apolo". En una Pascua mandó a igual destinataria dos guisos, uno de "peces bobos" y otro de gallinas. Años más tarde, aquella conventual que condenó a "los hombres necios que acusáis", agasajó con su arte culinario a otra virreina, la condesa de Galves, a quien obsequió en el día de su santo con un "recado de chocolate". También se ingenió para fraccionar pastillas de boca (caramelos) y endulzar la taciturna vejez de un compadre.
Atrincherada en el convento de San Jerónimo entre los calderos encendidos, el trajín de las esclavas y el escape neblinoso de las chimeneas, sor Juana Inés de la Cruz apuntó 37 recetas que dedicó a su hermana. Uno de sus mejores "manchamanteles" se preparaba con chiles desvenados -un día en agua-, molidos con ajonjolí tostado y frito todo en manteca. Luego sugería: "Echarás el agua necesaria, la gallina, rebanadas de plátanos, de camote, manzana y su sal".
Sus poemas, impregnados de religiosidad y filosofía, no impidieron que contestara con llanura los requerimientos monacales que se sintetizan en parte de su Respuesta a sor Filomena y en la que concluyó: "¿Qué podemos saber las mujeres, si no filosofías de cocinas?", un pensamiento con el que estaría -quizá- de acuerdo Isabel Allende, aunque sazonado con los ingredientes casi pecaminosos de su recetario Afrodita , su mayor travesura literaria.
Café, mate y comilonas, más o menos abundantes, han sido en el Río de la Plata la tradición de todo conciliábulo político, y la fonda de Los Tres Reyes, de la calle Santo Cristo -hoy 25 de Mayo-, a un paso del Fuerte, fue la sede de encuentros entre alcaldes, oficiales, conjurados y espías nada camuflados. El lugar resultó el preferido de los agentes británicos y portugueses que merodeaban con el mandato de recabar informaciones para la princesa Carlota de la corte lusitana asentada desde 1808 en el Janeiro, o para el almirante Sidney Smith.
Mucho antes, la fonda de Los Tres Reyes -donde también se bebían alcoholes y el comensal Castelli supo tanto encender gruesos cigarros como hablar con propiedad el idioma de Shakespeare- se tiñó con los rojos uniformes de los oficiales del regimiento 71 durante las invasiones inglesas: lo hicieron su preferido.
También fue allí donde la fornida hija del fondero llamó cobardes a los oficiales españoles que derrotados, pero de paisanos, no eludían la noble costumbre de alimentarse. La fonda Tres Naciones, en cambio, de las hoy calles Bolívar e Hipólito Yrigoyen, resultó demasiado expuesta -cerca del Cabildo- en esa etapa política.
La gran comilona
Durante la primera invasión, uno de los oficiales más recurrentes a los calderos de la calle Santo Cristo y que lucía cierta alcurnia bélica del 71, registró en sus memorias un almuerzo en casa de un notorio vecino porteño cuyo nombre mantuvo secreto. El agasajado oficial, Alejandro Gillespie. confesó que "los jefes de familia demostraban gran bondad hacia nosotros" y un día "recibí invitación para una comida de un capitán de ingenieros". Además del desconocido anfitrión, "todos los que se sentaron a una mesa muy larga y profusamente tendida fueron tres (más): la esposa, el capitán Belgrano y yo". Seguramente se trató de Carlos José Belgrano, hermano de Manuel. La deducción es lógica: Manuel había renunciado al consulado ante la invasión y exigía no tener contacto con ellos. Carlos José, en cambio, sólo era -hasta la invasión- comandante del Puerto de las Conchas y supervisor de las obras del canal de San Fernando de la Punta Gorda.
El almuerzo sumó "veinticuatro manjares: primero sopa y caldo y sucesivamente patos, pavos y todas las cosas que se producían en el país, con una gran fuente de pescado al final, y fuimos servidos durante la comida por cuatro de sus parientes más cercanos que nunca se sentaban. Los vinos de San Juan y Mendoza se hicieron circular libremente y mientras gozábamos de nuestros cigarros, la dueña de casa con otras dos damas que entraron, nos divirtieron con algunos lindos aires ingleses y españoles en la guitarraÉ" Engulleron desde las 14 hasta las 16, sin solución de continuidad, y la comilona sólo se interrumpió para la siesta.
No es difícil deducir que el anfitrión puede haber sido el ingeniero Eustaquio Giannini, capitán de navío de la Real Armada, que dirigió las obras del canal de San Fernando y al desembarcar la primera invasión fue mandado por Sobremonte al Puente de Gálvez sobre el Riachuelo. Allí se produjo la primera derrota del 27 de junio de 1806.
También fue Giannini el que levantó en 1805 el primer plano de San Fernando con nómina de vecinos y que, según el historiador Héctor A. Cordero, un capitán de apellido Copello fue intermediario para que el plano llegara a manos de William Carr Beresford. La estratégica costa de San Fernando y Las Conchas interesó a los ingleses, y no se equivocaban: por allí entró la Reconquista. La posible respuesta a la incógnita sobre quién fue anfitrión de la gran comilona, abre otras.



