Baudelaire, ese viejo contemporáneo
Hay hoy mucha poesía valiosa, pero la corriente subterránea que viene de lejos, la poesía que sigue circulando indiferente a la fecha en que pudo haber sido escrita, tiene a veces igual o mayor novedad. Veamos el caso de Charles Baudelaire, ejemplo siempre a mano. Baudelaire vivió hace demasiado tiempo –de hecho, en pocos días se cumplen doscientos años de su llegada al mundo–, pero de alguna misteriosa manera sigue resultando más contemporáneo que muchos. Tal vez porque abrió el paso a la poesía moderna cuando se animó a mirar a la cara aquello que nadie miraba, empezando por los turbios ojos de sus interlocutores. El final del primer poema de Las flores del mal (“Al lector”) todavía produce los novedosos escalofríos de los que habló Victor Hugo. Después de enumerar toda clase de pecados y violencias, Baudelaire confiesa que el peor de todos los vicios es la bestia del ennui (el aburrimiento, el hastío) y, de pronto, nos fija con ojos de Gorgona. También usted, el que lee, dice, “hipócrita lector, mi semejante, mi hermano” conoce en la intimidad a ese monstruo delicado que nos hace querer estar siempre donde no estamos, en otro lado, bien lejos de nuestra tediosa realidad.
Los escritores, por suerte, viven en sus textos, sin necesidad de conocerlos en persona. De poder viajar al pasado, Baudelaire resultaría una amistad poco confiable: su soberbia y su histeria edípica, antes que su vocación por los vicios y la mitomanía, lo volverían un socio de juerga impredecible. Aunque puede que sea un prejuicio: algunos de sus conocidos contaron que su talento era más evidente todavía cuando recitaba en los bares (por eso no se apresuraba en publicar) y que tenía costumbres de dandi mucho más estoicas que displicentes, como ponerse papel secante en los zapatos desastrados.
Las flores del mal es un libro tan difundido que no hace falta ahondar en él. Basta contraponer sus oscuridades escandalosas y su música llena de correspondencias al menos conocido –y si cabe más revolucionario– El Spleen de París, los poemas en prosa en que trabajaba Baudelaire cuando sufrió la afasia que llevó a su muerte. Como anota Robert Kopp, uno de sus exégetas: Las flores del mal fueron modernas, pero los poemas en prosa abrieron la vía de la pura modernidad. ¿La diferencia? Los versos modernos se dirigen al futuro concientes de la tradición. La modernidad, en cambio, “no conoce otra eternidad que el presente” y se ríe de sus ancestros.
El propio Baudelaire –que hizo del poeta un crítico– da su definición en El pintor de la vida moderna, el ensayo en el que reivindica a un acuarelista menor que observa lo que ocurre en la calle: modernidad, dice, es “extraer de la moda lo que pueda contener de poético en lo histórico, de extraer lo eterno de lo transitorio”. Así también El Spleen de París.
Las extrapolaciones no son buenas, pero en el caso del poeta francés resultan un termómetro para comprobar hasta qué grado transformó nuestra mirada de las cosas. La capacidad de observación, ensoñación y malignidad de los 50 poemas en prosa pueden replicarse en muchas escenas reconocibles. Hay varios textos ineludibles (“El mal vidriero”, “La moneda falsa”, “Any Where Out of the World”), pero podemos atenernos a “Assommons les pauvres!” ¿Cómo traducir la brutal ironía al límite del título? ¿”¡Fajemos a los pobres!”? El narrador-poeta cuenta que pasó días encerrado leyendo esos libros utópicos “que tratan de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en 24 horas”. Sale a la calle. Empalagado hasta la náusea por sus lecturas, se encuentra con un mendigo que le pide limosna. Alterado, comienza a zurrarlo al mejor estilo La naranja mecánica (he ahí mi modesta extrapolación), pero de pronto todo cambia: el mendigo se defiende y vapulea al agresor, que, asombrado por haber espabilado y rebelado sin querer a su prójimo, detiene la golpiza y decreta, felicitándolo: “¡Es usted mi igual!”, que es otra manera de decir “mi semejante, mi hermano”. Baudelaire fue tan visionario que todavía hoy nos sigue dejando a cargo la interpretación.