Insultos, no
El insulto es el fracaso de la argumentación. La impotencia brutal del que decide voluntariamente autoeyectarse derrotado del debate civilizado. El deslenguado es un pobre infeliz que canaliza en el exabrupto lo que sus balbuceos ideológicos no le alcanzan para enunciar ni siquiera un mínimo concepto a discutir.
Se puede disculpar en la hinchada futbolera imposibilitada de organizarse intelectualmente y cuya travesura, por lo tanto, se diluye en la masa –idem con los anónimos que chapotean en los barros pestilentes que generan en las redes sociales–, pero la cosa cambia –debe cambiar– cuando quién emite públicamente una difamación es alguien con vidriera propia, un líder de opinión que tiene un plus de responsabilidad porque su estiércol verbal produce un odio imitativo en su audiencia. El odio es antisistema, enemigo de la democracia, que se alimenta de consensos y disensos en un marco de respeto por el otro.
Hay que parar los insultos en la Justicia, sean contra Mauricio Macri, Cristina Kirchner o cualquiera; los emitan Hebe de Bonafini, Jorge Lanata, Miguel Mateos u otro.
La indiferencia o naturalizar estas inconductas solo las multiplica. Frenarlas depende de cada uno de nosotros. Empecemos ya.