Ciencia y trofeos
Los sables de la Guardia Republicana habían edificado un pasadizo de honor. Debajo avanzaban unos sabios de uniforme. Eran los miembros de la Académie des Sciences, luciendo el traje verde bordado que, por orden de Napoleón, los académicos franceses visten en las ceremonias solemnes. Pasaron frente a la estatua del primer cónsul y, luego, cada uno fue ocupando su lugar, bajo la mítica cúpula del Instituto de Francia.
David Sabatini iba a recibir allí la Gran Medalla. Su nombre quedaría, desde ese momento, inscripto junto a los de laureados insignes, como Louis Pasteur, los esposos Curie, Henri Poincaré o Alfred Binet.
La Gran Medalla se otorga "a un sabio francés o extranjero que haya contribuido al desarrollo de la ciencia de manera decisiva".
"Los descubrimientos de Sabatini, expresión de una creatividad excepcional, han marcado cada etapa de la historia contemporánea de la biología celular", sentenció Nicole Le Dourain, secretaria perpetua de la Academia. El medallón de oro -con la imagen de la República Francesa, un sol que evoca a Luis XIV y la fecha (1666) en la cual Colbert fundó la Academia- correspondió en 2003 a "un sabio extranjero".
Le Dourain destacó que Sabatini nació en Bolívar, se graduó de médico en Rosario y se inició como investigador en Buenos Aires, junto a Eduardo de Robertis, "uno de los pioneros de la microscopía electrónica en el mundo".
Al recibir la distinción, Sabatini subrayó que era "nacido y criado en la Argentina". Invocó a Bernardo Houssay y Luis Federico Leloir, se detuvo en De Robertis ("uno de los padres de la biología celular moderna") y dedicó un párrafo a la Sociedad Argentina de Biología. Esa noche, en una cena con científicos, no habló de ciencia. Rememoró su encuentro con el Ulises de Joyce, en Bolívar, y regresó con el recuerdo a Rosario, sintiéndose otra vez alumno del poeta Diógenes Hernández y del jurista Sebastián Soler.
El renacentismo de este científico -cuya cultura va de la historia al arte y se demora en cada rama del conocimiento- guarda espacios preferentes para la Argentina. Pocos conocen mejor que él la vida de Sarmiento.
El país, en cambio, desconoce a Sabatini. La ciencia no nos conmueve, salvo cuando se hace deporte. Sólo si un científico criollo "vence" a un extranjero reparamos en él. Houssay y Leloir adquirieron personalidad pública cuando obtuvieron el Nobel, que consideramos un mundial que consagra al mejor científico del mundo y deja en el camino a infinidad de aspirantes.
De Robertis, que aquí apenas superó el anonimato, fue quien descubrió -junto con George Palade- cómo se comunican entre sí las neuronas. Si el Karolinska Institutet lo hubiese "hecho" Nobel -como a Palade en 1967-, De Robertis habría poblado las propagandas de autoafirmación nacional que, de tanto en tanto, exhiben a Houssay, Leloir o Milstein, junto a Fangio, Maradona o Vilas.
El Nobel es, para nosotros, un timbre indeleble. No decimos: "Houssay recibió el Nobel de Fisiología correspondiente a 1947". Hablamos -desde entonces y para siempre- del "premio Nobel Bernardo Houssay", dándole a la expresión "premio Nobel" un uso semejante al de ciertos títulos vitalicios, como rey o papa, que pasan a ser parte del nombre de quien los ostenta.
La teoría de las señales
En el caso de Sabatini, la Argentina ignora cuán cerca estuvo este biólogo bonaerense de calzar esa corona o tiara. Más cerca, por cierto, que Jorge Luis Borges, fallido Nobel de Literatura.
En 1999, el Karolinska Institutet premió al alemán Günter Blobel por una teoría que Sabatini concibió en los años 60 y ambos científicos desarrollaron en los 70. Nature recordó que la idea de los "códigos postales" -encargados de dirigir las proteínas hacia "determinada dirección en la célula"- había sido anticipada por Blobel y Sabatini en 1971. La revista hurgó en la "reacción de Sabatini", ante ese Nobel que debió haber compartido. "Me produjo una gran satisfacción escuchar esta mañana, en la radio francesa, que Günter Blobel había ganado el premio Nobel. Günter tiene muchos talentos, pero el que yo más admiro es su fértil imaginación y ese entusiasmo desbordante que le provocan las bellas ideas."
La prensa internacional insistió. No era natural que Sabatini callara su queja. Entonces, el argentino accedió a contar la historia de la teoría de las señales sin atisbos de rencor: "Günter vino al Rockefeller en 1968 y Palade lo asignó al laboratorio de Phil Sickevitz. Yo era profesor adjunto y estaba estudiando, en mi propio laboratorio, ubicado frente al de Sickevitz, la relación entre los ribosomas que sintetizan proteínas secretoras y las membranas del retículo endoplásmico. Günter conocía muy bien mis dos artículos previos sobre el tema. El venía con frecuencia a discutir mis trabajos y, después de un tiempo con Sickevitz, decidió sumarse a mi proyecto y se mudó a mi laboratorio. Tuvimos una estimulante y productiva relación y algunos de los trabajos que publicamos juntos [...] establecieron las bases de la teoría de las señales, que formularíamos más tarde, aunque sin darle ese nombre [...] En 1971 ambos publicamos conjuntamente la primera formulación de esa teoría." Ni una palabra más.
En la Argentina, el caso Blobel-Sabatini tuvo poca resonancia. Era, al fin de cuentas, un Nobel perdido. El espíritu deportivo se alimenta sólo de victorias.
Guillermo Jaim Etcheverry escribió en LA NACION: "Es llamativo que el Nobel no haya sido compartido por quien contribuyó en forma esencial a la postulación de la hipótesis [...]. Al igual que en el caso del Nobel otorgado en 1994 por el descubrimiento de las proteínas G, cuando no se citó el trabajo del argentino Lutz Birnbaumer, parece quedar relegada una contribución decisiva realizada por uno de nuestros compatriotas La importancia del aporte de Sabatini, mencionado junto a Blobel hasta en los libros de texto, quedó reconocida por la Sociedad Americana de Biología Celular, que en 1986 les concedió a ambos la Medalla Wilson por esos trabajos".
Matías Loewy y Juan Kornblitt publicaron en Noticias un artículo titulado "El otro Nobel que no fue", con una adecuada descripción de la teoría de las señales y el testimonio de científicos argentinos -como Israel Algranati y Luis Quesada Allué- para quienes la "teoría Blobel-Sabatini" merecía un premio conjunto.
No recuerdo otra repercusión.
En el caso de la Grande Médaille, creo que no hubo ninguna, salvo un artículo que yo mismo publiqué en Debate. En París, Le Monde se hizo eco de lo afirmado por la Academia y sostuvo: "Sabatini ha revolucionado la biología celular".
La prensa argentina ignoró el caso, imagino que no por desidia. La ciencia es demasiado compleja para atraer al gran público, salvo cuando promete un resultado inmediato (sobre todo, una cura) o se transforma en competencia, exaltando el orgullo nacional. La Grande Médaille no es un trofeo familiar en el país, entre otras cosas porque no queda claro quién "pierde".
En la Argentina, además, se da un fenómeno raro en países de avanzada: la ciencia es ajena, no ya al gran público, sino al grueso de la dirigencia y los intelectuales.
En 1980 fui a Cambridge, a buscar una explicación. Pasé varias horas caminando junto a un hombrecito de voz tenue y talento descollante que me permitió entender qué era un anticuerpo monoclonal.
Transcribí el relato, pero no hallaba quién lo publicara. Por fin fue impreso, pero no tuvo repercusión. Más aún: muy pocos recordaron aquel diálogo cuando, en 1984, los anticuerpos monoclonales le valieron al hombrecito, César Milstein, el codiciado Nobel.
Sobre "David Sabatini, conocido, entre otras cosas, por su teoría de las señales" hablé en el libro La Argentina del siglo 21 (1985). El libro tuvo fuerte eco, pero referencias como ésa me valieron el mote de "cientificista". Isidoro Gilbert -quien me suponía "seducido y abrumado" por la revolución tecnológica- escribió otro libro, La ilusión del progreso apolítico , para rebatir mis ideas. Algunos hallaron en ellas un eco de Augusto Comte y me atribuyeron la noción de "progreso continuo", que era "propia de una epistemología conservadora". Los intelectuales suelen desconfiar del rigor.
Estrellas fugaces
La Fundación Konex distinguió, el año pasado, a cien científicos argentinos que, entre 1993 y 2003, descollaron en veinte disciplinas. Los máximos galardones fueron para el matemático Luis Caffarelli y la epidemióloga Mirta Roses. Eso hizo que un grupo de talentosos y esforzados científicos irrumpiera en los medios. Fue una aparición fugaz. Los diarios no traen un equivalente del Science Times, suplemento científico de The New York Times, y muy pocos presentan una cobertura como la de LA NACION en su sección regular Ciencia/Salud. La principal revista de divulgación sigue siendo Ciencia Hoy, que también ignoró la polémica sobre la teoría de las señales.
Los políticos, a la vez, se lamentan por el éxodo de talentos y sugieren la repatriación de científicos, pero la mayoría de ellos no sabría qué hacer con los repatriados.
Muchos quieren ciencia aplicada, y piensan en vacunas. Les cuesta entender que no hay ciencias biomédicas sin ciencias biológicas.
El propio Sabatini integró en 1999 -junto con Tornsten Wiesel, galardonado con el Nobel en 1981- una comisión que, a pedido de la Fundación Antorchas, evaluó el estado de las ciencias biológicas en la Argentina. El grupo visitó el Instituto de Investigaciones Bioquímicas (IIB, Campomar), el Instituto de Investigaciones en Ingeniería Genética y Biología Molecular (Ingebi), la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y la Universidad de San Martín. También viajó a Mar del Plata, para visitar la Escuela de Ciencias de la Universidad y el Instituto de Biología de las Plantas, dirigido por H. Pontis.
Los visitantes hallaron que, pese a las restricciones, la biología argentina aún tenía algo que exhibir:
- "Investigación de primera clase" sobre la expresión genética en las células de mamíferos -"central para la comprensión de aspectos de la biología celular"-, que se desarrolla en Ciencias Exactas (UBA).
- Una productiva tarea en materia de parasitología molecular.
- Laboratorios que trabajan en "transducción de señales y control del crecimiento y diferenciación de la célula".
- "Buena investigación", en Rosario, sobre biología molecular procariótica.
- "Notables avances" hechos por Armando Parodi, en la Universidad de San Martín, sobre "control de calidad que opera en las glicoproteínas recién sintetizadas en el retículo endoplasmático".
No obstante, la situación general era lastimosa. Los pocos investigadores dedicados a la biología estructural carecían de cristalógrafos y equipos de resonancia magnética. Algunos biólogos debían "viajar al extranjero para recoger datos cristalográficos en Campinhas (Brasil) o los Estados Unidos".
Los salarios, también, asombraron a la comisión. "Los investigadores necesitan un segundo trabajo, lo que les impide concentrarse en sus investigaciones: enseñan muchas horas o tienen otros empleos que, a veces, ni siquiera guardan relación con la ciencia."
Muy baja en la lista de prioridades del Estado, la ciencia se deteriora. En el campo de la biología, la comisión encontró que:
- "Hay poca investigación de primera clase en biología molecular".
- "La neurobiología celular y molecular, la genética de desarrollo, la biología estructural, la genómica funcional y la biología cibernética están pobremente representadas o ausentes".
- "La investigación en ciencias biomédicas y biología humana parece haber ignorado los espectaculares progresos de la biología molecular".
A los economistas argentinos, en general, esto no les impresiona. Les cuesta entender que no hay desarrollo económico sin ciencia.
También de esto doy fe. En 2000, siendo jefe de Gabinete, lancé el Plan Bicentenario: una estrategia de desarrollo a mediano y largo plazo, que giraba en torno de la ciencia y la técnica. La idea tuvo fuertes resistencias internas y, pocos meses después, cuando dejé el Gobierno, el plan fue abandonado.
Lo mismo han sufrido quienes, antes y después, procuraron dar impulso a la ciencia y la tecnología.
Los presupuestos para la investigación son los primeros en sufrir cortes. Para 2004, el Congreso había aprobado mayores recursos para el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), pero el presidente Kirchner vetó la mejora.
Acaso los propios científicos, en asociación con la industria, puedan forzar a que los funcionarios cambien su actitud respecto de la ciencia. Un parlamentario británico usa una palabra clave ("velocidad") para explicar por qué, en los Estados Unidos, la ciencia es popular y los funcionarios se sienten obligados a apoyarla. Según Stephen O´Brien, los científicos norteamericanos no se concentran en ciencia aplicada, pero la industria transforma el conocimiento, raudamente, en innovación y bienestar.
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