Cita con los cometas
Estos días, cuando llega el ocaso, voy a la terraza o salgo al jardín y miro al noroeste. Cada día sé que está ahí, pero, hasta ahora, una capa delgada, pero infranqueable de nubes me impide verlo. Pese a eso, que es odioso, busco con el viewfinder de mi telescopio durante un largo rato. Hasta que me doy cuenta de que no hay caso. Hasta que se hace tarde y una app en mi teléfono me indica que ya se ha ocultado tras el horizonte y tendré que esperar hasta mañana para volver a intentarlo. Pero, entretanto, el cometa C/2020 F3, mejor conocido como Neowise, sigue alejándose del sistema solar, volviéndose cada día más tenue, la Luna continúa creciendo hasta encandilar y los recuerdos de la infancia me asaltan como una obsesión. El Neowise no es el primer cometa en mi vida.
Cuando tenía doce años, sin Internet y sin televisión durante las 24 horas, había que hacer mucho ruido para que te prestaran atención. Pues bien, otro cometa de período largo, el Kohoutek, visitó en 1973 este mundo perdido en el cosmos, y la noticia llegó a mis oídos. Fascinado por las cosas del cielo desde pequeño, me ilusioné con que por fin vería un cometa. No lo sabía aún, porque uno vive el tiempo en un solo sentido, hacia adelante, pero la visión de un cometa te cambia la vida. O tal vez sí, ya lo sabía, por algo que iba a ocurrir trece años más tarde. Después de todo, ignoramos si, acaso en sueños –como quiso John W. Dunne–, la mente no tiene cada tanto destellos fugaces de lo que vendrá.
Quería ese cometa, y, como estos días, pero al amanecer, iba a la terraza e intentaba distinguirlo en el cielo ciudadano, infestado de luz. Hubo una noche en que soñé con una enorme bola de fuego. En la imaginación, sin Internet ni televisión las 24 horas, el cometa era un portento mítico, y eso alimentó más el hambre. Al final, se me fue haciendo evidente que no lo vería. Pero insistí, con un telescopio que tenía más de juguete que de catalejo, mirando el cielo sin esperanza. Estaba ahí, el cometa estaba ahí, pero se me escapaba. A todos nos toca la frustración, con sus dedos amargos y su sonrisa sarcástica, y el Kohoutek fue la primera vez que ese chico que pronto sería un adolescente supo lo que es perder una oportunidad.
Pero supe también que no permitiría que algo así ocurriera de nuevo. Tenía 25 años cuando llegó el Halley, el más célebre de todos, y aunque mi economía no alcanzaba para un buen telescopio, era suficiente para el combustible. Así que me subí a mi destartalado Dodge 1500 y manejé 400 kilómetros, hasta el centro de la provincia de Buenos Aires, buscando el corazón de la oscuridad. La noche en que llegamos manejé todavía más, hasta el medio del campo, hasta que no vi más esas luces malignas que te ciegan y enmudecen el cielo, o lo asordinan.
Recuerdo los pastizales, el camino de tierra, los rumores nocturnos y el cielo límpido cuando nos bajamos del auto. Recuerdo, sobre todo, la súbita negrura cuando apagué las luces del coche. Cuando la vista, que es morosa, se habituó a la noche, lo descubrí. No era la bola de fuego con la que había soñado más de una década atrás. Pero me dejó aturdido. El Halley, que la humanidad había visto por primera vez 240 años antes de Cristo, estaba ahí, con su hermosa y brillante cabellera quieta en el cielo. Al revés que en mi sueño, no se movía ni había llamas y rugidos. Era mucho más abrumador. Estaba quieto y en silencio, el cometa, y perdí la cuenta del tiempo que pasé ahí, sentado sobre el capó del auto, hipnotizado, observándolo.
En un teatro estelar de por sí deslumbrante, el cometa venía a opacarlo todo con su esplendor lacónico y tenue, con sus milenios y con su curva perfecta, acicalada por las leyes imperturbables de la naturaleza. Lo veo ahora, con esa memoria de acero que dejan las experiencias que te cambian la vida.
Hasta que sea tarde, estos días, al anochecer, volveré a mirar hacia el noroeste. Tal vez no haya nubes. Es todo lo que pido.