El pecado kirchnerista original
Es difícil precisar cuándo ocurrió la primera mentira del gobierno anterior, pero a esta le sucedieron otras, con una ausencia total de autocrítica
Contra lo que podría suponer, lo que más impacto puede causar Chernobyl, la serie, no es el ambiente de opresión que la atraviesa, sino algo no tan evidente, pero igual de grave: cómo una mentira, una falla, la mala decisión de unos burócratas, terminó desencadenando una de las mayores catástrofes nucleares de la historia. Aunque la naturaleza del desastre no tiene punto de comparación, se podría decir que eso mismo sucedió con el kirchnerismo. En todo caso se podría discutir, con toda legitimidad, el momento en que aconteció el pecado original. La decisión exacta que configuró la primera mentira.
¿Fue cuando Néstor Kirchner se presentó como un hombre nuevo, honesto y transparente, que prometía traje a rayas para los evasores mientras empezaba a acumular una fortuna y ya se había llevado puesta la división de poderes en su provincia, aunque muchos, en ese momento, no lo quisieron ni lo pudieron reconocer ni aceptar? ¿O fue, para ser más precisos, en enero de 2007, cuando Néstor, que todavía era presidente, empezó a meter la mano en el Indec y a manipular las cifras de la inflación, lo que representó la primera mentira explícita que nunca jamás reconocieron como una falta? Lo que hicieron Guillermo "Patota" Moreno y sus "batatas entry" es el ejemplo más sencillo de cómo la "mentirita" de un burócrata termina arrastrando todos los cimientos de una administración. Porque los retoques falsos de las cifras de inflación repercutieron en toda la estadística oficial. La del empleo. La de la pobreza. La de la deuda pública y privada. En suma: la de todo el PBI. La de toda la economía. Y en la medida en que la mentira original no se reconocía ni se corregía, las barrabasadas cada vez eran más burdas y dañinas. Los argumentos más inconsistentes. De hecho, Cristina Fernández, prohibió, literalmente, que cualquier funcionario de gobierno pronunciara la palabra "inflación".
Todavía recuerdo cuando uno de sus ministros de economía, Hernán Lorenzino, miró, desesperado, a su asesora de prensa y le dijo: "Me quiero ir" porque no podía responder a la sencilla pregunta de una periodista de un canal griego que incluía el término innombrable. Fue el 25 de abril de 2013 y ya venían mintiendo desde hacía seis años. Y tras cartón impusieron el cepo. También se recuerda a Kicillof justificando la no medición del índice de pobreza "para no estigmatizar a los sectores más carenciados". Y al exjefe de Gabinete Aníbal Fernández diciendo, muy suelto de cuerpo, que había más pobreza en Alemania que en la Argentina y hasta la misma Cristina declarando, ante la FAO, el 8 de junio de 2015, que el índice de pobreza apenas superaba el 4 por ciento.
Igual que en los regímenes totalitarios, a los que sostienen la mentira con cierto éxito, los suelen premiar con un cargo mayor. Así, no es extraño comprender por qué Kicillof ahora se transformó en el candidato de Cristina a gobernador en la provincia de Buenos Aires: además de su juventud y su carisma, es por su disciplina y el acatamiento "casi soviético" a las órdenes de la Jefa. Porque los resultados se su gestión, si se miden por los datos económicos, y la deuda que se está acumulando por los juicios contra YPF y Aerolíneas Argentinas, lo volverían el peor candidato de todos. Pero ha sido valorado por su capacidad para negar la realidad y convencer a millones de personas de que los demás son malos, cipayos, ricos e insensibles. Sin el más mínimo ánimo de exagerar, el pecado kirchnerista original de la primera mentira los condujo a seguir produciendo un tsunami de engaños, como lo hicieron las máximas autoridades de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, hasta que la realidad irrumpió con tanta fuerza que se tornó inocultable. Pongámoslo en términos sencillos: si fueron capaces de mentir durante años afirmando que el costo de vida era más bajo de lo que parecía a pesar de que era fácil de desmentirlo con una sola visita a un supermercado, ¿por qué no hacer lo mismo con las estadísticas de seguridad y narcotráfico? ¿Por qué no intentarlo, por ejemplo, con la falacia de que la fallecida Ernestina Herrera de Noble había robado sus hijos adoptados a una pareja de desaparecidos? ¿Por qué no seguir insistiendo con la falsa idea de que la de Santiago Maldonado fue una desaparición forzada? ¿Por qué no montar un enorme sistema de recaudación ilegal que incluía a casi todos los organismos del Estado y descalificar a los periodistas, legisladores, fiscales y jueces que nos pasamos años denunciando lo que era tan inocultable como la radiación en la planta nuclear de Chernobyl? Todavía, después de 33 años, hay rusos que piensan que Chernobyl no fue más que parte de una campaña de propaganda extranjera. Se trata, en general, de exfuncionarios y personas mayores que se quedaron "congelados" en el tiempo y en las creencias que les inculcaron desde que tenían uso de razón.
Lo curioso, en el caso argentino, es que quienes están convencidos de que las denuncias de corrupción constituyen una conspiración de proporciones gigantescas son millones. Y entre esos millones hay jóvenes sin memoria, o cuya reacción ante la aparición de los datos no discutibles es la negación. Y lo que es más sorprendente: entre esos millones de argentinos está el flamante candidato a presidente Alberto Fernández, quien se fue del gobierno de Cristina en julio de 2008, asqueado por el ambiente delictual que atravesaba a parte de su gobierno, incluidos, por ejemplo, Julio De Vido y Ricardo Jaime, ambos presos por delitos de corrupción.
Alberto rompió todos los parámetros de la incongruencia. El último no fue menor. Ha sentenciado que la decisión de Néstor y Cristina de direccionar el 85 por ciento de la obra pública de la provincia de Santa Cruz a las empresas de Lázaro Báez, al mismo tiempo que recibían del contratista dinero del alquiler por habitaciones del Hotel Alto Calafate que ni siquiera se ocupaban, es, apenas, un "descuido ético".
Alberto viene borrando de su memoria cada una de las cosas que dijo y todavía piensa sobre las más relevantes y controvertidas decisiones que tomó Cristina en su presidencia. Desde el memorándum de entendimiento con Irán hasta las medidas de política económica que implementó durante su segunda gestión. Pero como la primera mentira, el pecado original, siguen ahí, sin el debido castigo o autocrítica de quienes las impulsaron, Alberto Fernández no tiene más remedio que pedir a los periodistas que hacen las preguntas correctas que le hagan el favor de mirar hacia adelante. Y cuando todavía no comenzó de manera oficial la campaña, su equipo parece estar volviendo a las mismas prácticas que tenía por costumbre Néstor Kirchner, para evitar que las contradicciones salgan a la luz: llamar a los dueños de los medios y pedir que controlen a los periodistas críticos. Alberto ha prometido también que "meterá presa a la venganza". Sin embargo, antes tendría que desdecirse de la velada amenaza que propinó contra los jueces Claudio Bonadio, Julián Ercolini y los camaristas Martín Irurzun, Gustavo Hornos y Juan Carlos Gemignani. También tendría que aclarar, o elevar una denuncia formal, contra lo que presentó como un contubernio ilegítimo entre Mauricio Macri y los empresarios Nicolás Caputo y Marcelo Midlin, en respuesta a una pregunta que le hizo el domingo pasado Luis Novaresio.
El Presidente, por su parte, podría aprovechar la campaña para hacer una autocrítica más profunda sobre el pecado original que cometió su gobierno al asumir: ocultar a los argentinos la verdadera magnitud de la crisis. Porque eso también es mentir. Y no se puede gobernar bien sosteniendo una mentira.