El peligroso juego de influencias en el volátil Medio Oriente
Ni tercera guerra mundial ni nueva guerra fría: la crisis entre Estados Unidos e Irán es una escalada de golpes que revela una relación compleja en una región más compleja aún.
Los últimos 70 años estuvieron marcados por vaivenes de intereses enfrentados, amistades y conflictos abiertos. En 1953, EE.UU. y Gran Bretaña orquestaron un golpe contra el primer ministro iraní, secular y democrático, que buscaba nacionalizar la industria petrolera. Los 26 años siguientes fueron los mejores entre EE.UU. e Irán, gobernado en ese período por la monarquía del sha Mohamed Reza Pahlevi. Pero la Revolución Islámica (y antiimperialista) de 1979 y la toma de la embajada norteamericana con rehenes en Teherán terminaron con esa amistad. Así, en la brutal guerra entre Irak e Irán (1980-88), en la que Irak usó armas químicas contra iraníes -e incluso contra iraquíes-, EE.UU. apoyó a Saddam Hussein.
Desde entonces, las sucesivas administraciones norteamericanas impusieron durísimas sanciones económicas y comerciales contra Irán, sobre todo contra su petróleo, hasta que en 2015 Obama auspició un acuerdo nuclear entre ambos países y firmado junto a Rusia, China, el Reino Unido, Francia y Alemania. El acuerdo ofrece un alivio en las sanciones a cambio de que Irán limite su programa nuclear.
Pero en 2018 Trump se retira unilateralmente de este tratado y reinstala las sanciones contra el régimen pese a que Irán estaba cumpliendo con sus términos y reduciendo efectivamente su programa nuclear. Los europeos, por su parte, hacen malabarismos para mantener aquel tratado pese a que los norteamericanos les reclaman que lo abandonaran. Esta divergencia explica que los europeos no apoyaran el ataque norteamericano que mató a Qassem Soleimani y, en cambio, pidieran moderación.
Si la situación ya era delicada, el contexto regional la vuelve mucho más compleja. Parte del trabajo de Soleimani era exportar la Revolución, apoyar regímenes y rebeldes amigos en países cercanos y contener el avance de EE.UU. en Medio Oriente. Soleimani fue a Siria para salvar a Bashar al-Assad antes que los rusos, estableció una alianza con Hezbollah en el Líbano y con Hamas en territorio palestino, organizó milicianos chiitas en Irak, Siria, Afganistán, Paquistán, Bahrein e Irán, y armó, entrenó y apoyó a los hutíes en Yemen, un país sumido en la más desesperante crisis humanitaria producto de una guerra sostenida por la competencia por poder entre Irán y Arabia Saudita.
Así, Irán extendió su influencia en la región, fortaleciendo vínculos con actores estatales y no estatales con quienes comparte identidades, pero, sobre todo, intereses. Incluso llegó a trabajar en coordinación con EE.UU. para expulsar de Irak a Estado Islámico (EI).
Pero su capacidad militar convencional es limitada y no tiene aliados verdaderamente fuertes dispuestos a enfrentar a EE.UU. aquí. Ni Rusia ni China quieren involucrarse en esta crisis, de la misma manera que, del otro lado, Israel y Europa solo hicieron declaraciones tibias que enojaron al Secretario de Estado, Mike Pompeo.
Las consecuencias políticas a nivel global pueden verse en un nuevo debilitamiento de la tradicional alianza atlántica de posguerra. En lugar de alinearse, los líderes europeos reclamaron desescalar el conflicto. Alemania anunció que reduciría sus tropas en Irak y la OTAN suspendió su entrenamiento de fuerzas iraquíes.
Tras el ataque, Irán tiene aún menos incentivos para cumplir el tratado nuclear: al dar el portazo, EE.UU. demostró no ser un socio confiable con el cual asumir compromisos diplomáticos. Además, Irán puede asumir que si efectivamente poseyera armas nucleares tendría más poder disuasorio, lo cual aumentaría su seguridad. ¿O acaso Trump fantasea con matar a algún general norcoreano?
Hay, también, consecuencias para la economía mundial. No desapareció la amenaza de una posible guerra en la región ni la más probable de otro ataque iraní a la infraestructura energética de los países del Golfo o al comercio marítimo en el Estrecho de Ormuz. La incertidumbre produjo aumentos temporarios en los precios internacionales del petróleo y el oro. Ante esta eventualidad, China anunció una asociación estratégica integral con Irán, a la vez que criticó el proceder de EE.UU.
Las consecuencias para Medio Oriente también van a ser palpables. Es poco probable que Irán detenga su búsqueda de influencia regional. Seguramente veremos más armas para los hutíes en Yemen, mayor apoyo al régimen sirio, a Hamas y a Hezbollah, y mayor interferencia en Irak, es decir, más violencia en una región de por sí muy volátil.
La escalada ocurrió justo cuando Hamas e Israel empezaban negociaciones facilitadas por Egipto y la ONU para aliviar las condiciones de los residentes de Gaza y promover proyectos civiles, con el objetivo último de lograr un cese del fuego por cinco años. Este proceso puede verse complicado por la decisión del líder político de Hamas, Ismail Haniyeh, de asistir a los funerales de Soleimani.
Al mismo tiempo, el Parlamento iraquí aprobó la expulsión de las tropas norteamericanas de su territorio. El retiro dejaría partes de Irak y de Siria expuestas al regreso de Estado Islámico. En 2014, EI controlaba un tercio del territorio iraquí, y EE.UU. y sus aliados necesitaron cuatro años para recuperarlo. Al peligro de desestabilización regional se sumará la incertidumbre económica.
Para América Latina las consecuencias parecen más remotas. A partir de 2005, varios gobiernos latinoamericanos de centroizquierda firmaron acuerdos bilaterales con Irán, pero los cambios de orientación política en la región enfriaron estos vínculos. Irán mantiene una presencia diplomática regional y busca, a través de sus embajadas, acercarse a grupos de izquierda apelando al discurso antinorteamericano y antiimperialista. Y sobre todo desde Venezuela, maneja negocios vinculados al narcotráfico y al lavado de dinero con los que financia sus campañas.
En la Argentina, la escalada del conflicto en Medio Oriente no hace más que encender alarmas, a la luz de los atentados sufridos en el país en 1992 y 1994. El desafío para el Gobierno, que aún no se presenta como un aliado absoluto ni como un gran detractor de Trump, es intentar surfear la crisis sin mayores confrontaciones, que no le aportarían nada a la situación actual del país.
Si la disputa vuelve a escalar, así como presionó a Europa, el gobierno de Trump seguramente también presionará a la región. Algunos se adelantaron, aunque sin sorprender a nadie: Bolsonaro rápidamente se alineó con EE.UU., mientras que Venezuela condenó el ataque estadounidense.
En el plano de lo ideal, la Argentina podría apostar a que EE.UU. retomara las negociaciones nucleares con Irán, sobre todo teniendo en cuenta que, según demuestran numerosos estudios, las sanciones rara vez producen los resultados esperados y, por el contrario, suelen envalentonar a regímenes dictatoriales que usan la presión externa a su favor.
En el plano de lo real, la Argentina aparece en una posición vulnerable ante la negociación por la deuda con el FMI, en el que EE.UU. tiene un peso decisivo. En ese sentido, el Gobierno hace bien en continuar con la tradición de impulsar la vía diplomática y multilateral, y evitar así -en lo posible y por el mayor tiempo- definirse en este conflicto.
Directora de las licenciaturas en Ciencia Política y Gobierno y Relaciones Internacionales en la Universidad de San Andrés; investigadora asistente del Conicet y del Área de Relaciones Internacionales de Flacso