Cómo evitar la desigualdad tecnológica
A medida que los robots asumen las tareas automatizables, caen los puestos de trabajo y el ingreso se concentra en los más calificados; sin un cambio cualitativo en las políticas educativas, la tensión entre crecimiento y equidad podría inhibir el desarrollo
Una invisible "diagonal del conocimiento" une a la innovación tecnológica, el empleo, la educación y la equidad, cuatro pilares del desarrollo que suelen ser debatidos de manera aislada o, en el mejor de los casos, de a pares. Su recorrido es más o menos así: la tecnología reemplaza trabajo automatizable y concentra el ingreso en los más educados.
Esta diagonal por ahora se da lejos de casa, dedicados como estamos en la Argentina a tareas más inmediatas, como reducir el racionamiento de dólares o salir de la recesión. Pero más temprano que tarde nos alcanzará, sobre todo si tenemos éxito en resolver la coyuntura.
La diagonal del conocimiento es larga y sinuosa, y complementa (e incluso contradice) nuestro saber convencional sobre desarrollo. Es probablemente el único camino posible que tiene un país como la Argentina para mejorar su nivel de ingresos. Por eso, conviene trazarla paso a paso.
Hace tiempo que en el mundo desarrollado se habla de un "ahuecamiento" del mercado laboral que empobrece a la clase media y eleva la desigualdad de salarios (y de ingresos). ¿En qué consiste este ahuecamiento? En una caída del empleo y del ingreso relativo del trabajador de calificación media, a medida que estos trabajos son reemplazados por programas y robots. Y si al principio la automatización reemplazaba tareas industriales, desplazando empleo hacia el sector servicios, hoy las máquinas vienen por los empleos en servicios; de nuevo, particularmente los de calificación media, más automatizables, preservando por ahora ocupaciones más artesanales, como la medicina o la limpieza.
Por eso, si bien el ahuecamiento no es nuevo (en los Estados Unidos ya lleva tres décadas), en los últimos años derivó en una suerte de maquinismo distópico ante la acumulación de evidencia anecdótica: trámites y traducciones online, cajas automatizadas en cadenas de supermercados, robotización de los depósitos de gigantes como Amazon. La ansiedad no se sólo americana: por ejemplo, la gran apuesta china para recuperar competitividad es la robotización masiva, como en el caso de la compañía FoxConn, productora de iPhones.
Para optimistas tecnológicos como los profesores del MIT Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, la tecnología digital es a nuestra capacidad mental lo que la máquina de vapor a nuestra capacidad muscular. Por eso, dicen, éste es el mejor momento para ser un trabajador especializado con la educación adecuada para usar la tecnología a fin de crear valor, y es el peor momento para ser un trabajador estándar con aptitudes fácilmente maquinizables.
Para los pesimistas tecnológicos, en cambio, éste es sólo el comienzo: la digitalización ya está poniendo en jaque al resto del espectro laboral, incluyendo los trabajos más "artesanales". El auto sin conductor reemplazaría al chofer; el robot, al personal de limpieza; el diagnóstico digital, al médico; los cursos online, al profesor.
En ambos casos, librada a su propia dinámica, la innovación tecnológica tiene como consecuencia una caída del empleo y de la participación del trabajo que no distingue entre sectores. Y un deterioro de la equidad (una "desigualdad tecnológica") que se manifiesta en tres variedades: entre empresas y trabajadores; entre trabajadores ricos y pobres, y entre empresas ricas y pobres.
¿Cómo es esto? Por un lado, como la tecnología reduce empleo pero no eleva el salario por hora, el trabajador se lleva una fracción menor del producto. Por otro lado, beneficia a los puestos calificados, y mejor remunerados, a expensas del resto. De este modo, la tecnología sería "pro capitalista" en sentido amplio: favorecería a los dueños del capital físico (máquinas y procesos) y a los dueños del capital intelectual necesario para beneficiarse de ellos.
Pero hay más. Un estudio recientemente publicado por el NBER ("Desigualdad salarial y crecimiento de la empresa") sugiere que en países desarrollados la desigualdad salarial es mayor en empresas grandes. De comprobarse, esta relación entre desigualdad y crecimiento complicaría aún más la ecuación política del desarrollo. Es que si la desigualdad refleja factores individuales (las cualidades del trabajador), la política pública puede orientarse a mejorar y adecuar la formación. Pero si, en cambio, la desigualdad aumenta con la productividad de la empresa (o del sector), la tensión entre crecimiento y equidad sectorial puede inhibir el desarrollo, a menos que se lo complemente con políticas de protección o distribución.
Para compensar tanto pesimismo tecnológico hay que decir que todo esto llevará algún tiempo. No toda la evidencia reciente apoya esta profecía, como sugiere Bob Butcher, del National Institute for Economic and Social Research de Londres, en un artículo reciente. Y como demostró Gari Kasparov en el ajedrez "estilo libre", la máquina le gana al gran maestro, pero no al hombre cooperando con la máquina.
Pero tampoco hay que caer en la complacencia. Si las nuevas tecnologías sustituyen empleo y deterioran el ingreso relativo de los trabajadores menos calificados, será difícil concebir nuestro desarrollo sin un cambio cualitativo en la educación. Parafraseando al economista Jan Tinbergen, podríamos decir que la desigualdad tecnológica será una carrera entre la tecnología y la educación.
Para entender esto, recordemos que, tras la recuperación del empleo en la poscrisis, el principal motor de nuestra mejora en la distribución del ingreso fue la menor desigualdad salarial. Paradójicamente, el atraso tecnológico (la proliferación de trabajos poco sofisticados de baja productividad) es una de las razones invocadas por los especialistas para explicar por qué en la Argentina (y en América latina) los salarios se igualaron mientras en el resto del mundo se ahuecaban. Por eso, agotadas las rentas del boom de commodities y con los indicadores sociales estancados o en retroceso, hoy enfrentamos el desafío de estimular la innovación y la actualización tecnológica, eludiendo el desempleo y la desigualdad tecnológica.
Hace unos meses, una nota en este diario saludaba que "por primera vez hay más inscriptos en la Facultad de Ingeniería que en la de Sociales". El punto fue levantado positivamente por la Presidenta en el discurso de inauguración de sesiones del Congreso. Sin embargo, lo que los datos mostraban era que los inscriptos en Ingeniería apenas caían menos que los de Sociales. Lo relevante, en todo caso, no sería cuántos se inscriben, sino el porcentaje que se gradúa (dato no disponible por facultad, pero que en las universidades nacionales ronda el 23%).
Esto viene a cuento de un cambio necesario en la agenda educativa: la complementación de la educación como mecanismo de inclusión (enfatizando el cuidado de la infancia temprana y la escolarización) con un enfoque que vea a la educación como acumulación de capital humano (enfatizando la calidad y la educación terciaria). Es decir, como el entrenamiento necesario para no quedar rezagado en la carrera de Tinbergen.
¿Qué hacer para ser beneficiarios y no víctimas de la revolución tecnológica? Las recomendaciones usuales apuntan a una reforma de la educación (más flexible y orientada a la elaboración y la creatividad), al fomento de la innovación, a la inversión en investigación y desarrollo vinculada con el sector productivo, al financiamiento de sectores dinámicos. Es decir, a un modelo productivo basado en el conocimiento que nos permita vender caro nuestro trabajo.
Y si bien es probable que nunca le ganemos del todo la carrera al robot y que sea necesario compensar la desigualdad tecnológica con bienes públicos o transferencias keynesianas, ya no hay margen para quedarnos parados esperando el milagro.
Tecnología, empleo, educación, equidad. Nuestro dilema de desarrollo no es entre innovación y empleo. Es entre generar productividad y distribuir sus frutos, o insistir con una versión vintage del desarrollismo que emula pasado con más de lo mismo, siempre hacia adelante, como Thelma y Louise.
Economista, presidente del Consejo de Administración del Cippec