Coronavirus. Los viejos nos hartamos de ser una molestia social
Voy a llamar a mi grupo etario "los viejos": no tolero el de "abuelo", por las razones aclaradas por Hugo Beccacece en un artículo reciente, ni el politically correct de "adultos mayores", casi agresivo en su pretendida neutralidad científica; tampoco el de "ancianos", en el que la apelación a la nobleza de otros tiempos resulta excesiva…
En medio de la cuarentena que los viejos acatamos responsablemente, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires resolvió que había que aislarnos, encerrarnos y someternos arbitrariamente a una medida que desafía normas constitucionales y morales de igual trato y respeto a la dignidad humana.
¿A quién y cómo pudo ocurrírsele, en nombre del cuidado hacia nosotros y los otros -los no viejos aún- que tuviéramos que pedir permiso a un call center para poder "salir" de nuestras casas, previo interrogatorio de a dónde queríamos ir, por cuánto tiempo y porqué razones?
La resolución de la ciudad de Buenos Aires, posteriormente considerada inconstitucional por un juez, extremaba el celo del creciente estado de excepción. Primero se trataba de un permiso (hasta se habló de imprimirlo, ¿están en condiciones de hacerlo todos los viejos?), luego de registrar nuestros datos en el call center linkeado a las fuerzas de seguridad. Previo interrogatorio de los extraños a cargo acerca de los motivos de nuestra salida, a fin de convencernos de que no era "necesaria". ¿Qué se presume? ¿Qué no estamos en condiciones de entender la pandemia y la cuarentena, que no podemos tomar decisiones autónomas, que somos irresponsables?
¿Y si nos rehusábamos a la evidente discriminación de la medida? El lunes pasado el 147 informaba que las fuerzas de seguridad nos iban a "llevar" a casa.
Se pasó erráticamente de la amenaza de multa a los trabajos comunitarios (¿no era que estábamos en cuarentena?) y de estos a ser "llevados "a nuestros hogares. Pero ¿por qué nos iban a "llevar" a casa si no lo habíamos requerido, si no estábamos rompiendo la cuarentena y, sobre todo, si no hay estado de sitio? Desopilante si no fuera peligroso.
Vayamos al grano: ¿cuál es el plus de protección que agregaban estas nuevas medidas?
¿No deberían nuestros gobernantes y por sobre todos los asesores médicos, los infectólogos y virólogos, los sanitaristas, pelear por nuestra salud, no solo por nuestra sobrevida al coronavirus? No estamos esperando de nuestros doctores que aconsejen a los gobernantes que sería bueno que saliéramos a estirar las piernas antes de que terminemos estirando la pata, de qué aumenten nuestras dolencias y se nos estruje el alma? ¿A quién se está protegiendo y de qué?
Muchos fundan el derecho gubernamental a la protección -es decir, la prohibición-, en el contumaz hábito argentino de infringir las normas. Pero a la anomia no se la corrige con represión. Deberíamos haber aprendido las lecciones de nuestra historia. Nosotros, los viejos de hoy, fuimos los jóvenes de los 50, 60 y 70, épocas bravas a las que no queremos volver. No se puede transformar al estado de derecho en un estado de excepción.
Claro que hay viejos retobados, como en todo grupo social (casi suena ridículo hablar de "los viejos", como si fuera un conglomerado homogéneo, ¡siempre la tentación fascista!). Y por ahí, si se les/nos ocurre salir a la calle a celebrar la vida que nos queda, solitos siempre y con barbijo, para eso están las fuerzas de seguridad patrullando las calles. ¡Que deberían recordarnos, amablemente, que no es hora de jarana!
¿Por qué, insisto, el gobierno nos convierte en el pato de la boda?
Hagamos un poco de historia. Esta boda no comenzó ayer ni hoy. Dado que el partido gobernante estuvo en el poder por más de una década, cabe preguntarse qué hicieron todos estos años para fortalecer y desarrollar el sistema de salud, por qué no hay insumos sanitarios, infraestructura, ni suficientes recursos tecnológicos y humanos. Ahora, pero también antes.
Muchos viejos compramos barbijos en febrero. Cosa que no se le ocurrió al gobierno. Y cuando se le ocurrió, pagó sobreprecios de escándalo. Pero sí se preocupó por comprar cuantiosos pertrechos de guerra. Porque, se dijo: esto es una guerra. (¿Contra quién?)
Unamos todo: la imprevisión pasada y presente (no olvidemos que son los mismos actores), la corrupción, la ineptitud y la violencia institucional. Todas estas razones han impedido, impiden e impedirán que haya dinero y capacidades para ocuparse de nosotros, que pasamos a ser una molestia social, cuya ecuación es menos productividad y más gasto.
¿Cómo no vamos a ser el pato de una boda que necesita evitar que ocupemos camas, que parecieran que no nos corresponden, en un hospital, aunque por eso tengamos que morir en nuestras casas, de cualquier cosa, también de coronavirus y quizás no diagnosticado. Pareciera que como ya nos queda poco, somos entonces menos humanos, y da lo mismo que muramos de coronavirus, de gripe, de un infarto, ¿o de miedo y tristeza? ¿O nos están protegiendo de nuestro supuesto descuido e irresponsabilidad social?
Algunos dijeron al principio de esta triste pandemia, que era 1984 de Orwell en versión de El diario de la guerra del cerdo de Bioy Casares. La pugna por quién controla más y mejor y a quiénes, ya forma parte del conflicto político argentino: cierre de fronteras, cuarentenas de diverso pelaje al gusto de cada cuál, toque de queda, ley seca.
En otras sociedades y en la nuestra de antaño, en nuestra civilización y en todas las del mundo, los viejos siempre fuimos valorados por ser reserva de experiencia y de sabiduría. Ayer se nos convocaba a los reservistas a hacer cola para ser atendidos en un call center y para que nos disuadieran de ejercer decisiones autónomas.
Solo podemos estar unidos por el consenso, que no es producto de un decreto, ni de un contubernio entre pocos ni del rendezvous que se prodigan gobernantes, médicos y periodistas en los medios. En una sociedad democrática y republicana, el consenso se basa en la ley y se funda en las razones de todos los afectados. Razones constitucionales, políticas y morales, entre otras. En este caso, los afectados somos "los viejos", a quienes no se nos consultó, ni directa ni indirectamente, para saber qué es lo que pensábamos y pensamos al respecto. Simplemente algunos pocos, y no precisamente iluminados, pretendieron decidir por nosotros qué es lo mejor.
Lejos de constituir esto hoy una cuestión abstracta- la justicia ha fallado, se dirá-, hay que seguir alertas. Porque este atropello infundado y carente de razonabilidad ocurrió. Y constituye una ideología perversa que, en nombre del "cuidado", vulnera no solo nuestros derechos sino los de todos. No estamos en contra de la cuarentena y de seguir las instrucciones gubernamentales al respecto, no estamos luchando solo por nosotros los viejos, sino por todos los humanos, viejos y no viejos. Por nuestros hijos y por nuestros nietos.
No vamos a renunciar a vivir una vida digna. No vamos a renunciar a nuestra autonomía. Sepan que los viejos no aflojamos.
Ojalá que los gobernantes y el sistema de salud puedan escucharnos y reflexionar, porque solo así nuestra vida será algo más que sobrevida y porqué sólo así aseguraremos nuestra democracia.
Profesora titular consulta e investigadora del Instituto de Investigaciones en Filosofía Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, UBA