Cuando la Argentina abandonó la convertibilidad
Por Juan José Cresto Para LA NACION
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Entre 1880 y 1914 (período que numerosos autores extienden hasta 1928), la Argentina vio cambiar su destino. Los llamados presidentes fundadores, desde 1852, nos dieron una constitución, leyes liberales y seguridad jurídica, erradicaron los malones indígenas, atrajeron el capital inglés colocado en líneas ferroviarias y en la provisión de industrias, y lograron que millones de modestos inmigrantes se instalaran en las vastas planicies productivas.
Esta economía primaria exportadora autosuficiente se realimentaba con permanente capitalización: así se construyó el puerto de Buenos Aires -que fue una magna obra-, se levantaron ciudades, se construyeron redes de agua potable, las primeras usinas eléctricas y tantas otras cosas. En 1928 éramos el séptimo país del mundo y el segundo exportador per cápita. Había impuestos simples y bajos, una clase política austera, sencilla, con diputados que pagaban cada uno su pasaje en tren hasta su provincia, habitualmente en segunda clase, y una prensa libre. Teníamos funcionarios probos: cuando Pellegrini dejó de ser presidente, se empleó como rematador de hacienda en la casa Bullrich; Sarmiento debió vivir como inspector de escuelas; Roca tenía el retiro de general; Mitre vivía de su periódico y allí trabajaba dieciséis horas diarias; Derqui dejó en Corrientes a su familia tan pobre, que no tenía dinero para pagar el ataúd; la sucesión del cuestionado Juárez Celman sólo tenía la casa comprada con la herencia de su familia; Roque Sáenz Peña dejó su campo hipotecado. Los ejemplos serían interminables.
La Argentina crecía. Los inmigrantes se afianzaban, construían su "casa chorizo" y sus hijos estudiaban en la nueva tierra. Había pocas leyes y, además, breves. Se iniciaba una industria nacional genuina, sin apoyo estatal, como sustitución de importaciones. Había patriotismo.
Pero este país de 9 millones de habitantes sufrió un severo revés cuando estalló la guerra mundial en julio de 1914. Se interrumpieron súbitamente las inversiones, las corrientes comerciales y la cadena de pagos; se desorganizaron las fuentes regulares de ingreso. Felizmente gobernaba la Nación uno de los mayores y más olvidados de sus grandes presidentes: el doctor Victorino de la Plaza.
"El doctor Confucio"
Este salteño, que había quedado huérfano en la niñez y vendía en la plaza de Salta empanadas que su madre preparaba, pudo estudiar en el gratuito Convento de San Francisco y cursó el secundario en el Colegio de Concepción del Uruguay gracias a una beca que le concedió Urquiza. Para pagar sus pequeños gastos, durante el primer año, lavaba la ropa de sus compañeros pudientes y después logró trabajar como escribano en la ciudad. Se recibió con las más altas notas. Ya en Buenos Aires, fue auxiliar del codificador Dalmacio Vélez Sarsfield y redactó con su maestro el Código Civil. Ejemplo de humildad, de grandeza moral y de laboriosidad, este colla al que llamaban "el doctor Confucio" por sus ojos entrecerrados logró obtener los mayores cargos en el país: diputado, ministro reiteradas veces, negociador de la deuda argentina en Londres en los aciagos días de la crisis del 90, canciller, vicepresidente y presidente de la Nación.
El país tenía moneda sana que, de acuerdo con la Ley de Conversión 3871, del 4 de noviembre de 1899 (sancionada, pues, durante la segunda presidencia de Roca y por inspiración de Pellegrini), la unidad monetaria valía 0,44 pesos oro sellado o, inversamente, un peso oro equivalía a 2,26 pesos moneda nacional. Esa ley, o, mejor dicho, el cumplimiento estricto de esa ley, hizo famoso a nuestro país, de tal modo que nuestros títulos y cédulas hipotecarias se vendían en las bolsas de Europa y se atesoraban como si hubieran sido lingotes de oro. A lo largo de más de cuatro décadas, la Argentina gozó de moneda estable. A nadie se le ocurrió imprimir más moneda de papel que el respaldo autorizado, ni tampoco al público retirar sus seguros ahorros en moneda nacional depositados en los bancos. La deuda era proporcional al desenvolvimiento de la producción. Por supuesto, Victorino continuaba esa tradición.
Sin embargo, en julio de 1914 estalló la guerra europea. Fue una sucesión de declaraciones iniciadas con el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austro-Húngaro, que movilizaron las diversas alianzas en que se habían dividido las naciones imperiales según sus intereses y sentimientos.
La Argentina era un país de paz, alejado del teatro de la guerra, pero su oro acumulado era un botín nada despreciable para los beligerantes. Por lo tanto, el Banco Francés y el Banco Alemán Transatlántico, cambiaron sus billetes por oro y cerraron sus puertas. Amenazaban con hacer lo mismo los demás bancos y también el público. Apareció en la gente uno de los más difíciles e incontrolables sentimientos: la desconfianza. ¿Cuánto duraría la guerra? ¿Entraría en ella la Argentina? ¿Cómo se exportarían nuestros granos y nuestras carnes en barcos beligerantes si nosotros carecíamos de flota?
Victorino, el impasible colla de ojos entrecerrados, tomó decisiones inmediatas y cambió todas la rutinas de golpe: por decreto del 2 de agosto de 1914, declaró feriado cambiario y bancario (que fue por una semana pero se extendió un mes), declaró prorrogadas las obligaciones comerciales y bancarias, decretó una moratoria en los pagos internacionales y dispuso suspender la conversión a que obligaba el artículo 7° de la ley 3871. Nadie podría retirar oro del país. Luego amplió este concepto extendiendo las facultades de la Caja de Conversión a las legaciones argentinas del exterior, de tal modo que, por una abstracción jurídica, los cónsules podía cobrar las divisas de nuestras exportaciones, pagar las de nuestras importaciones y atesorarlas en la ciudad donde se hallaran "como si fueran parte de la Caja de Conversión".
La inconversión duró más de lo previsto porque la guerra se prolongó. En 1916, Hipólito Yrigoyen, su sucesor, la continuó. En 1918 concluyó la contienda, con veintisiete millones de muertos. Victorino se había negado tenazmente a involucrarse, pese a las presiones que ejercieron sobre él los diplomáticos de las potencias beligerantes. Con su rostro impasible, dijo simple y repetidamente: "¡No!" La convertibilidad volvió sólo en 1927, con el presidente Alvear. Los treinta días iniciales se habían prolongado a trece años.

