Cuando la TV juega a ser omnipotente
Sin ser en sí reprobables, los "reality shows" se vuelven falaces cuando son presentados como aproximaciones sinceras o rigurosas a la realidad y no como versiones prefabricadas.
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DESDE que los hermanos Lumiére inventaron el cine, la gran tentación de los hombres fue documentar la realidad con la mayor fidelidad posible, cámara en mano. El cine nació a fines del siglo XIX -ya se sabe- con una vigorosa impronta documental.
Cuando unos años más tarde precursores como Méliés o Eric Porter descubrieron que el cine podía servir también para narrar historias, los hombres conocieron la otra gran tentación: la de usar la imagen fílmica como medio de expresión artística o, en todo caso, de mero entretenimiento.
A lo largo de más de un siglo, el cine ha navegado entre esas dos obsesiones: construir relatos de ficción -artísticamente relevantes o no-y tratar de reproducir la realidad en toda su crudeza por la vía documental.
El libro más famoso de Adolfo Bioy Casares -"La invención de Morel"- no es otra cosa que la historia de un hombre que logra crear una máquina prodigiosa, que le permite retener las escenas del mundo real en su naturaleza tridimensional, incluyendo la reproducción exacta de las sensaciones táctiles, sonoras y olfativas experimentadas en cada caso. Lo que el libro de Bioy relata, en rigor, es la historia de un hombre que pretende eternizar los momentos felices de su existencia, reiterándolos monótonamente con la ayuda de esa máquina portentosa.
Fausto soñaba con la eterna juventud. Morel se refugiaba en lo previsible: le bastaba con volver a vivir interminablemente los momentos de su vida que le habían deparado dicha. ¿Cuán cerca o cuán lejos están del documentalismo cinematográfico o del sueño de Morel los programas del género "reality show" que inundan en estos días las pantallas de la televisión argentina? Responder a este interrogante puede servirnos para determinar si hay en la TVde nuestro tiempo algún intento mínimamente rescatable de escrutar la realidad -en su faz social, cultural o antropológica- con genuino espíritu documentalista.
Si la manera más audaz de explorar la realidad consiste en encerrar a un grupo de personas entre cuatro paredes para que compitan entre sí y traten de expulsarse unos a otros de ese dudoso paraíso inmobiliario, la respuesta no puede ser más desalentadora. ¿Qué comportamiento sincero o espontáneo puede esperarse de mujeres y hombres que están perfectamente advertidos de que una cámara está registrando cada uno de sus movimientos? ¿Qué testimonio válido de la realidad cultural o social puede proporcionarnos un grupo de personas que permanece encerrado en un edificio sin el menor contacto con el mundo externo?
Pero hay algo más. Los desarrolladores de este tipo deprogramas parecen empeñados en transmitir una idea bastante triste de la realidad antropológica, pues empiezan por sacrificar dos de los valores espirituales que más contribuyen a dignificar y enaltecer al ser humano: la libertad y la solidaridad.
Los participantes de estos programas -tanto los de "Gran Hermano" como los que tratan de emular su éxito- se definen, de entrada, como seres que no quieren ser libres: su triunfo consistirá en permanecer en el encierro. Se definen, también, como seres taimados y desleales: comparten largos momentos de intimidad con sus compañeros de vivienda, pero su objetivo último es echarlos, doblegarlos, expulsarlos. Nadie es solidario con nadie en este universo seudorreal en el que la vida es presentada como un juego oscuro, basado en la impudicia y la traición.
Pero, ¿hay realmente elementos documentales en estas emisiones de TV? ¿O se trata, por el contrario, de relatos de ficción encubiertos, en los que guionistas ocultos inducen a los distintos personajes a volcarse a determinados comportamientos o a privilegiar cierto tipo de conflictos? Lo que parece flotar en estos juegos entre vulgares y recurrentes, en todo caso, es una ambigüedad molesta, que el espectador perspicaz no tarda en percibir.
No hay una búsqueda documental medianamente comprometida en estos alargados y artificiosos diálogos entre gente que deambula tediosamente de una cama a la otra, del dormitorio al living o del living al baño, mientras se especula arteramente con la supuesta proximidad de un estallido de erotismo o de pasión sexual que casi siempre demora en llegar.
Toda similitud entre estos forcejeos falsamente intimistas y la realidad humana habrá que atribuirlo a pura coincidencia. Nadie trabaja en estos programas para atrapar o documentar auténticos fragmentos de vida. Se trabaja sólo para suscitar situaciones escandalosas o provocativas, sin que se advierta el menor esfuerzo por avanzar con un mínimo rigor hacia la obtención de genuinas revelaciones humanas.
En rigor de verdad, este tipo de televisión contribuye más a la decadencia de los valores éticos y sociales que a una indagación antropológica capaz de llevar al hombre a descubrir lo mejor de sí mismo.
Por supuesto, estos "reality shows" no son reprobables en sí mismos. Lo riesgoso es que se los presente como aproximaciones sinceras o rigurosas a la realidad, cuando no son otra cosa que versiones prefabricadas del mundo real y de la vida humana.
Si el documentalismo cinematográfico fue la base de intentos memorables de recrear la realidad antropológica y social con un lenguaje dignificador de la vida, el seudodocumentalismo televisado que están recibiendo hoy muchos hogares argentinos no pasa de ser un catálogo de vulgaridades en el cual la gran ausente es siempre la realidad, aunque se invoque lo contrario.
Y en el cual la televisión juega peligrosamente a convertirse en ese GranHermano omnímodo que George Orwell concibió en sus peores pesadillas.



