Desencuentro argentino
Con el estruendo, las palomas emprendieron su vuelo intenso; fue cuando un pelotón de fusilamiento unitario acribilló de ocho tiros en el pecho al coronel federal Manuel Dorrego, ex gobernador de Buenos Aires.
La descarga del grupo del general Juan Galo de Lavalle había dado muerte al hombre que fuera estudiante de leyes, militar –indisciplinado en los cuarteles, pero valiente en el campo de batalla–, apasionado político y patriota hasta los huesos.
Dorrego fue una víctima más del crónico desencuentro entre argentinos. Habiendo nacido en Buenos Aires, un 11 de junio de 1787, lo mataron a once días de la Navidad de 1828, a los todavía jóvenes cuarenta y un años de edad. Su ejecutor, nacido también en Buenos Aires, un 17 de octubre de 1797, murió en Jujuy, pocos días antes de cumplir cuarenta y cuatro años, el 9 de octubre de 1841.
Un millón de muertes
El millón de muertes conforma sólo un episodio estadístico; en tanto una muerte señala una tragedia.
La del coronel Dorrego fue una muerte trágica, de alguien que se irguió como figura de proyección nacional, con pocos parangones en nuestra historia.
Planteó en la década rioplatense de 1820 la problemática clave de la Argentina. Hizo periodismo político y de estrategia nacional en las columnas de El Argentino y en El Tribuno, su órgano de lucha ideológica. En 1826 ocupó una diputación por Santiago del Estero, en el Congreso Constituyente, y se convirtió en el principal tribuno del federalismo, atacando a la oligarquía portuaria.
Allí brilló en sus argumentaciones contra los principios seudoaristocráticos de la Constitución de Rivadavia. Enfrentaba, en esos años, a fuerzas exteriores de penetración ideológica. Arrebatada la soberanía popular y consumado el crimen político, el 13 de diciembre, sólo un hombre de mano fuerte y de orden podía devolver las cosas a su quicio. Pocos meses después, ese hombre iba a entrar en escena. Era un hermano de leche de Lavalle. Se llamaba Juan Manuel de Rosas.
Y también la de su rival, el general Lavalle, asesinado en una casa de Jujuy, cuando retiraba sus tropas para Bolivia. Así, el general Juan Galo de Lavalle era ya un torturado. Organizó en 1840 su invasión a Buenos Aires para derrocar a Rosas y, mientras avanzaba hacia la capital, revivió, día tras día, minuto tras minuto aquella otra invasión, la de 1828, que tanto marcaría su vida. Fue en aquél año cuando se les mezclaron la gloria y la derrota, el éxito y el trágico error. Hombre valiente en la guerra, nunca dejó de responder al parangón de Una espada sin cabeza, del escritor Esteban Echeverría (1805-1851) –autor de El Matadero y La Cautiva–, que también era unitario, y que así lo describió, tal vez por sus ingenuas creencias ante las tremendas cartas con las que sus adláteres, Salvador María del Carril y Juan Cruz Varela, lo incitaban al fusilamiento del coronel Manuel Dorrego.
El inicio de la tragedia
A la decadencia de la aristocracia vernácula se la busca entroncar con la tradición unitario-liberal. De hecho, se habla de la muerte del general Lavalle como el mito de origen de la desgracia nacional. Con la muerte de Lavalle –un crimen cometido por el ala liberal contra sí misma, más allá del brazo ejecutor rosista–, y no con la muerte de Dorrego, asesinado por la insensatez de Lavalle, empezó el deterioro y la tragedia en este país.
Vale la pena recordar las sentidas palabras del periodista e historiador José Manuel de Estrada (1842-1894), considerado uno de los más lúcidos intelectuales de la segunda mitad del siglo XIX, quien escribió un párrafo sobre Manuel Dorrego que puede considerarse un conmovedor epitafio: “Fue un apóstol y no de los que se alzan en medio de la prosperidad y de las garantías, sino apóstol de las tremendas crisis. Pisó la verde campiña convertida en cadalso, enseñando a sus conciudadanos la clemencia y la fraternidad, y dejando a sus sacrificadores el perdón, en un día de verano ardiente como su alma, y sobre el cual la noche comenzaba a echar su velo de tinieblas, como iba a arrojar sobre él la muerte su velo de misterio. Se dejó matar con la dulzura de un niño, él que había tenido dentro del pecho todos los volcanes de la pasión. Supo vivir como los héroes y morir como los mártires”.