Detrás de las protestas en Brasil
No responden a una ideología, a banderas partidarias, ni a un líder político
En Brasil, lo que comenzó como una protesta contra el aumento del transporte público de 20 centavos en San Pablo se convirtió en una de las mayores movilizaciones desde el regreso de la democracia en 1985. El lunes 17 de junio, cientos de miles de personas marcharon en Río, San Pablo, Brasilia, Porto Alegre, Fortaleza, Salvador y Curitiba. El jueves pasado, en lo que fue la movilización más extensa hasta el momento, más de un millón de personas salieron a la calle en más de 100 ciudades.
Las demandas ciudadanas parecen refutar aquello que la dirigencia se ha dedicado a reivindicar una y otra vez
En la última década se habló mucho en medios locales y extranjeros de los avances económicos brasileros. Ante esta historia de éxito, las protestas de las últimas semanas sorprenden. Sin embargo, hay mucho escrito en las ciencias sociales sobre situaciones de este tipo: movilizaciones en sociedades en crecimiento por parte de sectores que buscan consolidar una mayor porción de sus nuevos logros. Por otro lado, Brasil tiene grandes cuestiones estructurales que debe resolver. El Banco Mundial lo sitúa como la séptima economía del mundo, pero también lo ubica en el último percentil en términos de igualdad en la distribución del ingreso, y su tasa de inversión como porcentaje del PBI es menor que la de Perú, Chile, la Argentina y Colombia. En educación, el informe "Panorama de la Educación 2013" de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) resalta que sólo el 43% de la población entre 25 y 64 años tiene educación secundaria completa y sólo el 12% de los adultos del mismo rango etario tiene educación terciaria. Además, a principios de este año, gran parte del gabinete de Dilma Rousseff debió enfrentarse a juicios por corrupción y malversación de fondos públicos que también salpican al ex presidente Lula da Silva.
Las protestas se convierten en una oportunidad de reforma del sistema político
La demanda de los manifestantes se refieren a estos aspectos: se expandió de la tarifa del transporte público a la corrupción y el desvío de fondos públicos, el pésimo estado de los sistemas de salud y educación, la seguridad y las crecientes sumas de dinero público que lleva invertidas el gobierno brasilero para el Mundial de Fútbol del próximo año y para los Juegos Olímpicos de 2016. Según estimaciones, ambos eventos le costarán al gobierno brasilero U$31.3 billones, un 1,26% del PBI, mientras que la inversión en el programa social Bolsa Familia representa un 0,5% del PBI. Resulta paradójico que las demandas ciudadanas parecen refutar aquello que la dirigencia se ha dedicado a reivindicar una y otra vez: la construcción de una imagen pujante ante el resto de la comunidad internacional.
Las consignas no responden a una ideología, a banderas partidarias, ni a un líder político y no tienen una representación clara: son demandas difusas que provienen de las preocupaciones de ciudadanía. Lo que sí está claro es la percepción de una parte importante de que el gobierno no representa sus intereses ni trabaja en su agenda. Por eso, los manifestantes intentaron apoderarse de símbolos políticos: en Brasilia se subieron al techo del Congreso, en Río intentaron ingresar a la Asamblea Legislativa estatal y en San Pablo y Curitiba buscaron ingresar en la sede del gobierno estatal. Las protestas se convierten en una oportunidad de reforma del sistema político: se verá en los próximos meses si la dirigencia puede conducir este difícil proceso. Apostemos que sí, no solo por el bien de nuestro vecino sino también por el de la región en su totalidad.