Disparen sobre Mozart (Beethoven, primera entrega)
En un pasaje de su libro De Mozart en Beethoven. Ensayo sobre la noción de profundidad en la música, Eric Rohmer, que en su condición de cineasta dijo sin embargo de la música cosas más consistentes que muchos músicos, escribió que "el arte de Mozart, como el de Beethoven, consiste en saber hacer esencial lo que en otro sitio sería sólo accesorio". La frase es reversible, según desde la perspectiva de quién quiera uno pensar lo esencial y lo accesorio. En esta columna, la primera de una serie dedicada a Beethoven en el 250° aniversario de su nacimiento, voy a considerar un caso tal vez menor: la cadencia del Concierto para piano n° 20, K. 466, uno de los más queridos por el público.
Recordemos muy por arriba que la cadencia es, después del epílogo orquestal, una improvisación que le permite al solista exhibir su virtuosismo en la invención sobre el material temático del movimiento. Inicialmente, estas cadencias eran improvisadas por el propio compositor en el papel de solista, pero empezaron después a escribirse, no pocas veces para el uso de los alumnos. El propio Mozart había escrito la cadenza de su Concierto n° 20, según lo dice él mismo en una carta del 8 de abril dirigida a "Nannerl", su hermana mayor. Pero esa cadencia se perdió. Vayamos ahora a 1795, una década después del concierto: Beethoven ofrece una función a beneficio de Constanza, la viuda de Mozart (muerto en 1791) y la pieza elegida es el número 20, su favorito. No sabemos ya si Beethoven habrá improvisado (es lo más probable); en cambio, sabemos que la cadencia suya que conocemos es muy posterior, de 1809. Este lapso (el que va de 1795 a 1809) es crucial para la poética beethoveniana. Consideremos nada más que ese año terminó su último concierto para piano, el quinto.
Desde siempre, esa cadencia de Beethoven fue muy discutida. Para empezar, no eligió cualquier concierto mozartiano para convertirlo en base de operaciones anticipatoria de su estilo último. Como observó el pianista Charles Rosen, "el Concierto n° 20 en re menor es casi tanto un mito como una obra de arte: cuando lo escuchamos, como pasa con la Quinta sinfonía de Beethoven, resulta a veces difícil dilucidar si estamos oyendo la obra o la reputación que la acompaña". Fue allí donde Beethoven dejó la simiente de lo que desplegaría en sus posteriores sonatas para piano, bagatelas y cuartetos de cuerda.
Para el musicólogo Richard Kramer, Beethoven incrustó "una dicción y una postura completamente ajenas a Mozart que amenazan con despedazar el concierto". Acaso sea un momento menor, pero, aun en esa condición subsidiaria, es una las decisiones más radicales y apasionantes del clasicismo vienés. Está fuera del alcance de estas líneas ir al fondo de la audacia beethoveniana, pero hay que decir, en principio, que no existe en esa cadencia ningún material que venga de afuera; es cierto que todo está en Mozart, pero lo que estaba en Mozart se presenta trastornado, traducido a una lengua extranjera, la del propio Beethoven. Esto se advierte ya con los trinos, tan distintos de los de Mozart, y tan semejantes a los de la sonata opus 111, y no solamente la opus 111, sino el horizonte abierto desde la sonata opus 101. Sigue después con los registros extremos y con el martellato, el martilleo de notas repetidas que evocan la sonata Waldstein, apenas anterior. Todo aquello que era continuo en Mozart, se ocupa Beethoven de volverlo discontinuo, incluso el cantabile, que tiene un impulso rítmico nervioso. Si hay un escándalo, es el de ese enclave que descompone un dramatismo con otro dramatismo de un signo diferente, a filo de lo moderno. Bastó esa cadencia para que Beethoven mostrara casi todas sus cartas e indicara cuál era la dirección que iba a tomar (que ya había tomado) tan cercana al clasicismo y, a la vez, tan ajena a él. Escuchen la versión de Martha Argerich, preferentemente la que registró con Claudio Abbado.
Sí, lo accesorio se volvió esencial. Como sea, ese momento menor se agiganta cuando se mira en el microscopio de la filosofía del arte.