Doris Lessing y la fe de erratas
Nos gusta pensar que el periodismo es la primera versión de la historia. No solo porque le otorga perspectiva y futuro al a veces imposible trabajo de entender el mundo y a quienes viven en él, sino porque en tanto “borrador”, parece estar implícito que la dirección y los hechos son los correctos, y solo hace falta tiempo, contexto y un buen corrector de estilo para alcanzar su destino manifiesto. No estaremos incurriendo en un spoiler si afirmamos que la “versión definitiva” suele arribar a una conclusión muy distinta a la inicial (y eso incluye a la identidad de quien acuñara esa frase, que puede o no haber sido Philip L. Graham, de The Washington Post).
Las desavenencias entre los diarios y la posteridad han sido y seguirán siendo estudiados con el detalle y el contexto necesario para encontrar nuevas formas de sobrevivir. Con todo, poco se ha escrito sobre la lista de erratas que arrasta todo periodista a lo largo de su carrera, cual bola y grillete de preso en corto de Looney Tunes o Espíritu de las Navidades Pasadas de Dickens.
Dado que acabamos de cerrar la semana Nobel con el triunfo del escritor tanzano Abdulrazak Gurnah, he aquí una de las mías. Cuando Doris Lessing murió, el 17 de noviembre de 2013, su muerte no salió publicada en este diario. De hecho, no muchos se enteraron, y quiénes sí lo hicieron tampoco supieron (supimos) explicar por qué debía dedicársele espacio en detrimento de otras noticias del día.
Podríamos haber argumentado cuantitativamente: Lessing es hasta ahora la persona más anciana en ser reconocida por la Academia Sueca (una de las apenas dieciséis mujeres que ha ganado el premio literario desde 1901). La segunda razón, necesaria para cualquier buen perfil, es una buena anécdota. Sin Internet y sin celular, Lessing se enteró de que había recibido el lauro al llegar a su casa, el 12 de octubre de 2007. Encontró a un enjambre de periodistas, vecinos y fotógrafos que esperaban a una viejecita al estilo miss Marple. En su lugar, la autora puso primera en el jardín y arrancó hacia la puerta de su casa: “¡No me podría importar menos el Nobel! Tengo 88 años y no pueden darle el premio a un muerto: era mejor entregármelo ahora, antes de que reviente”.
La tercera razón que podría haber esgrimido, agotadas las estadísticas y lo anecdótico, habría sido cualitativa: las heridas del colonialismo, la opresión de los marginados, el racismo y el feminismo (a través de su alter ego Martha Quest) y una obsesión por explorar el sufismo y los límites de la individualidad son algunas de las constantes de una obra tan visceral y sincera como aún incómoda. En su discurso de aceptación del Nobel optó por contar cómo llegó un tercio de Anna Karenina a un almacén de ramos generales regenteado por un hindú en algún lugar del sur de África, devorado por una mujer embarazada en medio de una sequía bíblica: “creo que esa chica y las mujeres que seguían hablando sobre libros y educación aunque llevaran tres días sin comer quizás definan nuestro futuro”.
Querría creer que la obra de una escritora del talento, la influencia y el compromiso de Lessing no sería pasada por alto en 2021 como sí lo fue en 2013 (no ocurrió con Toni Morrison, premio Nobel de Literatura en 1993). Su muerte, sin embargo, no ha provocado reediciones de sus obras más famosas, como Canta la hierba (1950), El cuaderno dorado (1962) y La buena terrorista (1985), ni se han anunciado adaptaciones de sus excelentes novelas de ciencia ficción, centradas en la disputa entre dos civilizaciones intergalácticas, Canopus y Sirio (El casamiento de las zonas tres, cuatro y cinco sería fantástico como una serie; ya es una obra de Philip Glass). Pero la razón última, la verdadera, es esa lista de erratas. Lessing lo dice mucho mejor en su autobiografía: “No hay dudas que la ficción siempre hace un mejor trabajo con la verdad”.