
Drogas: tomar conciencia del peligro
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Uno de los peores azotes que afronta hoy la humanidad es la tendencia al consumo de drogas ilegales, que amenaza con corroer el potencial físico y moral de los jóvenes y con provocar un incremento descontrolado de las conductas antisociales y violentas. Los circuitos de venta y distribución de sustancias tóxicas adictivas constituyen un flagelo perverso, que no reconoce fronteras.
Los Estados Unidos tienen en ejecución un programa estratégico de diez años, que el gobierno federal puso en marcha en 1997, destinado a contener el abuso de las drogas y a neutralizar sus consecuencias destructivas. Ese programa continúa los fructíferos esfuerzos realizados en las décadas anteriores con ese mismo fin.
La drogadicción provoca todos los años la muerte de unos 14.000 norteamericanos y obliga a los contribuyentes a afrontar un gasto anual de 70.000 millones de dólares. Pero no sólo eso: además, propaga el SIDA, multiplica los crímenes violentos y los atentados contra la propiedad, estimula los abusos sexuales o de otro tipo en el seno de las familias, incrementa los accidentes de tránsito y eleva los índices de ausentismo de la fuerza laboral.
El avance de la droga, en suma, conspira trágicamente contra la calidad de vida de las comunidades humanas. Eso explica la importancia fundamental que el Estado norteamericano le asigna a la lucha contra los estupefacientes en los dos campos en que está planteado el conflicto: el de la demanda y el de la oferta.
Cuando se habla de reducir la demanda se está señalando la necesidad de encarar acciones que ayuden a liberar a centenares de miles de jóvenes de las garras de la adicción. Cuando se habla de reducir la oferta se está convocando a reprimir con energía a los narcotraficantes, actuando con dureza sobre cada uno de los eslabones de la cadena que va del cultivo y la producción a la distribución y venta. Los expertos consideran que es necesario combatir al mismo tiempo la demanda y la oferta. No es útil actuar sobre uno de esos dos campos sin golpear sobre el otro.
En la Argentina, el problema reviste creciente gravedad. Un hecho lo demuestra: hoy es frecuente, en nuestro país, que se pague a los proveedores con drogas; hasta no hace mucho, lo corriente era que se les pagara en dólares.
Pero hay un punto que conspira contra la puesta en marcha de una estrategia firme contra el consumo y el tráfico de estupefacientes, y es la falta de una conciencia social suficientemente desarrollada sobre lo que significa la droga como amenaza contra la salud de los jóvenes y, en un plano más amplio, contra el bienestar y la paz de la comunidad.
Las encuestas revelan que los argentinos están empezando a reconocer su propia vulnerabilidad -y la de sus familias- ante los embates de este trágico flagelo social. Sin embargo, aún es mucho lo que queda por hacer para que la sociedad en su conjunto tome conciencia de la sombría amenaza que se cierne sobre ella. Mientras demore esa toma de conciencia, los esfuerzos públicos y privados para frenar el avance de la droga en los dos frentes -el de la oferta y el de la demanda- seguirán tropezando con insalvables obstáculos.
En lo institucional, es imprescindible -además- que se comprenda la importancia de contar, en la Argentina, con organismos estatales dinámicos y eficientes, que coordinen adecuadamente la lucha contra el narcotráfico y desarrollen campañas permanentes de prevención. Esos organismos no deben ser conducidos por políticos sino por profesionales con una capacitación especializada y con un alto grado de estabilidad.
Pero la drogadicción y el narcotráfico no deben ser vistos sólo como un problema del Estado. Cada argentino -cada padre de familia, cada madre- tiene una responsabilidad que asumir en la estrategia nacional para evitar los efectos de esta devastadora enfermedad social.




