
El aburrimiento: un arte en extinción
Hacia 1893, el compositor Erik Satie escribió una obra de solamente 153 notas, una simple paginita que llamó Vejaciones. Esto no tendría nada de raro salvo porque, como explicó Satie, "ese motivo debe tocarse 840 veces seguidas". Así concebida, con esa prescripción, la ejecución de Vejaciones puede durar horas y horas. La pieza es mínima y, a la vez, casi inextinguible. Esos pocos compases (un tema y dos variaciones) suponen necesariamente la intervención de varios pianistas.
La obra no llegó a estrenarse en vida de Satie. John Cage la descubrió en París, en los años cincuenta, y quiso estrenarla de inmediato. No pudo en ese momento, pero consiguió finalmente hacerlo en 1963, en un concierto a beneficio en el Pocket Theatre. En el afiche del estreno puede leerse una asombrosa aclaración como "reglas de la casa": los asistentes (convertidos en cierto modo en patrocinadores) debían pagar cinco dólares la entrada y fichar. Luego, cada veinte minutos que se quedaran, recibirían un reembolso de cinco centavos, y 20 centavos de bonus si permanecían hasta el final. La interpretación duró 18 horas y 40 minutos. Según el escritor y periodista George Plimpton, Andy Warhol asistió al concierto y, parece, estuvo allí las más de dieciocho horas. El propio Warhol haría después documentales interminables y estáticos; por ejemplo Sleep, de 1963, en el que filmó el sueño de su amigo John Giorno durante cinco horas y veinte minutos. Un plomo. (En el estreno de Sleep, hubo nueve personas y dos se fueron a los pocos minutos.) Pero volvamos a Vejaciones. Cuando se la tocó por última vez en Buenos Aires, en la época todavía heroica del Ciclo de Conciertos del Teatro San Martín, la interpretación la inició Christian Wolff -partícipe del estreno estadounidense-, la cerró Margarita Fernández, y duró desde la noche de un día hasta la noche del día siguiente. Que yo sepa, nadie se quedó, como Warhol antes, tanto tiempo.
Digámoslo de una vez: con Vejaciones nace el aburrimiento como fuerza estética. No es que antes no existieran obras aburridas (del tipo que fueran), pero lo eran defectivamente, sin quererlo. Satie dio el gran salto y conquistó voluntariamente para el arte ese territorio.
El desprestigio del que goza el aburrimiento es justificado, pero acaso equívoco en la esfera del arte; sobre todo en la esfera del arte contemporáneo. No debería ser lo mismo predicar de una obra de arte que es "aburrida" o que es "tediosa". Los sinónimos resultan engañosos. El tedio es una variedad profunda del hastío, bastante afín al asco y, en sus momentos más desesperados, quizá próximo al suicidio. El aburrimiento, en cambio, se revela como un estado de disponibilidad: mientras dura la espera (esperamos que suceda algo que deje de aburrirnos), nos enfrentamos con el vacío, nos hundimos en él o lo llenamos de imaginaciones. Pero en un panorama de impuesta diversión generalizada, nada parece más difícil, ni en verdad más resistente, que aburrirse. En el vacío aparece algo. Hablando los otros días en una clase de For Philip Guston, una obra del compositor Morton Feldman que dura casi seis horas, un alumno me preguntó qué me había pasado en todo ese tiempo. No supe qué contestarle, porque el vacío no puede contarse: sólo puede procrear algo, otra cosa, que ya no es el vacío.
Prefiero la lentitud, esos pasajes de las novelas en los que todo parece en estado de detención y, en la música, las divinas larguezas de Schubert, las morosidades de Bruckner, casos en los que hay, pese a todo, un movimiento del que no nos damos cuenta. Algo de estas obras juega aquí a favor, propicia un estado de alucinación cercano a la hiperlucidez. Sin ir más lejos, la ensoñación podría definirse como un efecto ambiguo y placentero del necesario acto de aburrirse. Para la acción, prefiero en la literatura la velocidad teórica del ensayo o el vértigo del poema. Prefiero decidir aburrirme antes de que traten de divertirme a la fuerza.