El cambio que importa
La agenda política de nuestro país salta de un tema a otro a un ritmo vertiginoso. Son una agenda y un ritmo impuestos por el gobierno nacional, con los cuales tapa escándalos y afianza su concentración de poder. El Congreso, con mayoría del oficialismo, es una escribanía donde incluso segmentos de la oposición, como en el caso de la expropiación de Repsol YPF, han llegado a apoyar al Gobierno. Por eso, cabe preguntarse cuál sería la postura de esa misma oposición si el siguiente paso es instalar el debate sobre la reforma constitucional desde una democracia presidencialista hacia una de tipo parlamentario.
Para Hermes Binner, el parlamentarismo es más flexible y permite reencauzar un gobierno ante una crisis. Raúl Alfonsín dijo, en su momento, que un régimen parlamentario equilibraría la relación entre el presidente y el Congreso. Según Eugenio Zaffaroni, al contrario, el parlamentarismo le facilitaría al Poder Ejecutivo el armado de un bloque propio en el Congreso, lo que ayudaría a la gobernabilidad. Tanto Néstor Kirchner como Eduardo Duhalde también expresaron preferencias por el parlamentarismo.
No importa el mal que aqueja al sistema, el parlamentarismo parecería una panacea que lo soluciona. Por eso daría la impresión de que si no fuera por la posible desconfianza que suscita el Gobierno en la oposición, y el temor de que dentro del cambio constitucional estaría escondida la intención de buscar un tercer mandato para la Presidenta, todos apoyarían la posibilidad del cambio constitucional.
De ser así, se equivocan. El problema no es si uno confía en los dichos y motivos del Gobierno, sino en creer que nuestros males institucionales se podrían solucionar con un cambio de sistema. El análisis sobre la calidad democrática debe consistir en por lo menos dos partes: una institucional, que tiene que ver con las reglas del régimen, y otra cultural, que tiene que ver con las actitudes y las conductas que la sostienen. Falta incorporar la segunda a las discusiones políticas que se dan en nuestro país porque, como decía Montesquieu, "las mejores leyes nacen de las costumbres".
No existe consenso académico sobre si el parlamentarismo lleva a mejores resultados que el presidencialismo. La situación de Europa demuestra que no es necesariamente así. La ciencia política ha debatido largamente la cuestión para las nuevas democracias latinoamericanas sin llegar a más consenso que la importancia de pensar la cuestión para cada caso particular. Por eso extraña que la discusión actual sobre cómo mejorar el sistema democrático se dé casi exclusivamente a nivel institucional. Pocos plantean la necesidad de una "cultura democrática", y ni se indaga sobre las conductas necesarias para su buen funcionamiento.
La democracia, como argumentaba el filósofo norteamericano John Dewey, no es meramente un sistema de elección y renovación de dirigentes políticos. Es una actitud hacia la vida en sociedad que implica un compromiso por el respeto hacia el prójimo, la libre discusión de ideas, el diálogo y la experimentación como método de resolución de problemas y la mirada puesta en el futuro. Dewey decía que había que dejar de pensar que nuestra conducta era moldeada por un sistema para darnos cuenta de que ese sistema también es el resultado de nuestras conductas, hábitos y proyecciones del futuro. Para él, la democracia florece en cuanto es moneda corriente en nuestra vida diaria y por eso "su frontera es moral, no institucional".
Incorporar esta comprensión de la democracia cambia el foco del debate sobre presidencialismo y parlamentarismo. Es un cambio que requiere previamente indagar sobre la cultura y las actitudes de la clase dirigente y de la sociedad en general. Nos hace ver que cambiar de sistema sin cambiar de hábitos es inconducente. ¿Qué nos hace pensar que políticos y funcionarios que no respetan las reglas de un régimen presidencialista respetarían las de un sistema parlamentario? ¿Qué nos hace pensar que dentro del parlamentarismo la sociedad se vería menos dispuesta a tolerar atropellos institucionales y actos de corrupción?
Creer que las debilidades de nuestro sistema democrático son consecuencia de un determinado armado institucional sirve para borrar del escenario malos manejos, ideas y visiones de país equivocadas, irresponsabilidades; en fin, fracasos de actores políticos y sociales. Para la clase dirigente, el enfoque estrictamente institucional es una manera de excusarse y absolverse de la responsabilidad que le cabe en nuestras crisis políticas y económicas.
George Orwell decía que "para ver lo que está en frente de nuestras narices se requiere una lucha constante".
Lo que tenemos en frente pero nos negamos a ver es que un cambio de régimen no mejorará la calidad institucional de nuestra democracia a menos que sea acompañado por un cambio en la "cultura democrática" de nuestra clase dirigente y de la sociedad en general. Ese es el cambio que importa.
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