El cortocircuito histórico de nuestra escuela pública
Si la Argentina se hizo desde el aula, hoy esta refleja al país; nada podrá realizarse sin decisión política y la exigencia de los padres de volver a una enseñanza que acabe con el facilismo y el adoctrinamiento de sus hijos
No hay responsables precisos ni momentos excepcionales de nuestra torsión educativa. No resultaría osado afirmar que la Argentina se forjó en las aulas al compás de la Organización Nacional y la construcción definitiva del Estado. Cien años más tarde, su burocracia luce colonizada por una corporación sindical que se escuda en el empobrecimiento para diseñar una ciudadanía adoctrinada por un discurso faccioso. ¿Cuándo se produjo la inflexión? La respuesta requiere un breve recorrido histórico.
Tras la unificación nacional (1861) y hasta la federalización de Buenos Aires (1880), cada gobernante realizó su aporte a la conformación del sistema educativo: Mitre, a la ilustración de las elites del interior a través de la red de Escuelas Nacionales, y Sarmiento apostando a la formación de educadores para la enseñanza primaria. Desafiando el statu quo patriarcal y católico, le encomendó la tarea a un staff de maestras norteamericanas protestantes desde la Escuela Normal de Paraná. Avellaneda, su ministro de Instrucción pública y sucesor, dotó de musculatura al proyecto. En un país subpoblado y con una mayoría analfabeta, la “argentinización” educativa miró, durante ese período, predominantemente hacia adentro.
Pero terminadas las guerras civiles y consolidado el Estado, la escuela pública abarcó horizontes más vastos, como la nacionalización de los hijos de los inmigrantes que llegaron en masa a poblar nuestras pampas. El instrumento fue una formación patriótica destinada a cultivar lengua, extender la conciencia geográfica, inculcar arquetipos históricos y desarrollar habilidades cognitivas. Fue el cometido impulsado por Roca durante EL Congreso Pedagógico de 1883 del que emergió, un año más tarde, la Ley 1420 de enseñanza primaria obligatoria, gratuita y laica. Maestras y directivos se abocaron al cultivo igualitario de la higiene, el esfuerzo y la aplicación para modelar una ciudadanía capacitada, autónoma y respetuosa de las normas convivenciales.
Treinta años después, y pese a las dudas que los primeros conflictos sociales modernos suscitaron en algunos sectores dirigentes, el analfabetismo descendió del 80 al 30%. Para acabar con ese remanente, en 1903 se promulgó la “ley Láinez”, que reforzaba la enseñanza primaria nacional en las provincias más rezagadas. Durante el medio siglo siguiente, “tener un sexto grado” fue la llave hacia la consolidación de nuestras clases medias emblemáticas. No por nada, con solo esa graduación surgió un verdadero aluvión de artesanos, constructores, poetas, compositores, actrices, actores y cantantes que le confirieron a la cultura popular un espesor excepcional en toda la región.
Pero no tardó en tramarse una reacción ya latente desde su nacimiento y auspiciada por el clericalismo integrista. Durante los años 30, acentuó sus presiones en procura de reimplantar la enseñanza religiosa. Lo logró durante la dictadura militar instaurada en 1943, cuyo heredero, el presidente Juan Perón, la homologó mediante una ley del Congreso. El revés fue compensado por la instauración de los colegios industriales, que calificaron a los trabajadores y apuntaron a profesionalizar a sus hijos en la Universidad Obrera Nacional; hoy UTN. Simultáneamente, se sentaron los cimientos de una educación secundaria, también de masas, que detonó hacia los “desarrollistas” años 60.
Para entonces, la mitad de los trabajadores había alcanzado una calificación que los situaba en los umbrales de las clases medias. El medio millón de matriculados en colegios secundarios en 1955 saltó al millón en 1970; y los 138.000 en las universidades, a 400.000. Una cuarta parte de los jóvenes de un país de 25 millones de habitantes cursaba estudios superiores. La escuela pública había alcanzado su apogeo. Pero los aires innovadores en la enseñanza primaria y secundaria se paralizaron a raíz de su politización; y la sospecha, desde mediados de los 70, de inspirar designios sediciosos.
Aun así, en el amanecer democrático de 1983, el sistema escolar se mantenía integrado. El presidente Raúl Alfonsín apostó, como cien años antes, a un nuevo Congreso Educativo Nacional. Pero fue vaciado por los mismos intereses corporativos encriptados en la burocracia que nuevamente ofrecieron una resistencia pertinaz. Su fracaso fue, tras una meseta de 20 años, el punto de partida del tobogán que nos condujo al pozo de nuestros días. Enumeremos algunas de sus torsiones.
En primer lugar, la urgencia reformista de los 90. La transferencia de sus funciones a las provincias no previó instancias que auditaran el destino de los recursos. Luego, se delineó una ley federal de educación desplegada in toto sin experiencias piloto. Proliferaron los profesorados de nivel académico cada vez más laxo. La docencia tendió a desprofesionalizarse concebida como un dispositivo de estabilidad laboral, o como el vehículo de la prédica gregaria de militantes políticos y sindicales casi siempre asociados.
Las escuelas públicas se desorganizaron minadas por el ausentismo y las prerrogativas de camarillas depositarias de la autoridad real en desmedro de directivos impotentes o cómplices. Hacia fines de los 2000, colapsaron todos los principios éticos de convivencia. Embestidas colusivas de docentes, alumnos y padres pseudocooperadores las convirtieron en territorios desde los que, periódicamente, se encargaban de recordar quiénes eran los nuevos depositarios del poder institucional. Las “tomas estudiantiles” se ritualizaron convirtiendo a los establecimientos, durante su transcurso, en zonas liberadas. La incursión de emisarios de “la calle” las tornó, además, en un atractivísimo mercado para la venta de estupefacientes.
Las clases medias huyeron hacia las instituciones privadas en procura ya no de un mejor nivel académico, sino de regularidad; al tiempo que en las zonas carenciadas, los colegios estatales fueron sustituyendo sus tareas de enseñanza por la gestión de situaciones sociales al límite. El deterioro del servicio pedagógico se simuló mediante dispositivos viciosos “sugeridos” o directamente impuestos como las “promociones automáticas”; una trampa con la que los jóvenes se topan no bien ingresan en la universidad o intentan emprender por su cuenta alguna actividad.
Llegamos, así, al actual estado de cosas bien ilustrado por los resultados de las pruebas evaluatorias Aprender 2021. Si la Argentina se hizo desde el aula, hoy esta refleja al país. Como en otras áreas, sobran los diagnósticos y las propuestas de valiosos especialistas para salir de este laberinto funesto. Solo por enunciar algunas: redefinir una formación docente que rejerarquice el servicio en las zonas más pobres articulándolo con actividades laborales y ensamblar los últimos años de la escuela media con el ingreso en universidades e institutos terciarios.
Para empezar no sería poco y en tanto el país encuentre una salida a su desmadre macroeconómico y emprenda la larga regeneración del tejido social. Pero nada podrá realizarse sin la decisión política de recomponer la autoridad pública por sobre la tercerización sindical, y la exigencia de los padres de volver a una enseñanza laica e igualitaria que acabe con dos coartadas reaccionarias: el facilismo y el adoctrinamiento de sus hijos; sustento de este orden social injusto y desigual.
Integrante de Profesores Republicanos y del Club Político Argentino