
El desafortunado “sos psiquiátrico” como forma de insulto
“[Cristina] es una persona enferma, no resiste un psicotécnico (diputado José Luis Espert sobre CFK, El Cronista, 15 de febrero de 2024).
“Solo un desquiciado puede aumentar un 1.200% las tarifas de energía (…) Solo a un enfermo mental le da placer dejar sin comida a su pueblo, y tener el nivel de crueldad que ostenta el mandatario” (senadora Cristina López sobre el presidente Javier Milei, Página 12, 12 de junio de 2024).
“Pericia psiquiátrica les vamos a pedir a los que dicen que Villarruel es peronista” (la ex vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner sobre la actual vicepresidenta Victoria Villaruel, en su cuenta de X, 26 de agosto de 2024).
“¿Qué hacemos con los que pusieron a Alberto como presidente del partido (justicialista)? ¿Los mandamos también al psiquiátrico?” (senador José Mayans en respuesta a los dichos de la expresidenta CFK, Infobae, 27 de agosto de 2024).
“Martin Menem [presidente de la Cámara de Diputados] tiene un psiquiátrico en el bloque” (diputado Rodrigo De Loredo sobre el bloque de La Libertad Avanza, La Nación, 4 de septiembre de 2024).
Estos son algunos ejemplos de las municiones gruesas con las que se tiran nuestros dirigentes políticos en los últimos meses. No es ningún secreto que la clase política argentina está tan deteriorada moralmente que está arrastrándose y tocando fondo –por no decir que ha descendido al quinto subsuelo– y que marca el tono de los argentinos. ¡Después decimos que estamos todos crispados! Nunca antes se había visto un deterioro tal que las sesiones parlamentarias son lo más parecido a un ring de lucha en el barro de las peores bajezas humanas. Nuestros “líderes” políticos en general (con algunas excepciones, claro) nos tienen acostumbrados a los peores insultos, chicanas, agachadas, y toda clase de mecanismos degradantes que no hacen más que demostrar lo perdidos y desorientados que están para guiar los destinos de nuestra nación.
Las Cámaras de Diputados y senadores y los Concejos Deliberantes, ya no tienen nada de honorables, como solía o se pretendía ser hace muchos años atrás. Lejos, muy lejos quedó todo vestigio de la honorabilidad que nos legaron nuestros próceres y aquellos ciudadanos comunes que levantaron nuestra nación como un faro de luz para los inmigrantes de todas partes del mundo, que encontraron un refugio de valores en estas tierras.
Que se tiren “con de todo”, es cuestión de ellos. La casta eterna se pelea, se amiga, se divide, se alía nuevamente. Pero la última tendencia más preocupante es este descalificativo que se viene repitiendo en sus hemorragias verbales, en lo que atañe a la salud mental: “Sos psiquiátrico”. Dicho a modo de insulto, de degradación, de burla, de desprecio…
Preocupa, en primer lugar, por el daño que esa desafortunada frase produce en los ciudadanos que están o han atravesado problemas de salud mental. Solo quien lo ha pasado sabe que no hay peor sufrimiento que el sufrimiento mental. No se puede describir con palabras el dolor que siente quien experimenta desde un trastorno del ánimo hasta una patología más compleja. El individuo –e incluso la familia que lo acompaña– ha luchado, a menudo por años, para lograr salir adelante. Hemos dicho hasta el hartazgo que “cuando uno padece estos sufrimientos tiene que acudir a un profesional de la salud mental, que no tiene nada de malo, que ya todos sabemos que al psiquiatra no van los locos, sino todo aquel que necesita ayuda en su equilibrio emocional, que como sociedad hemos avanzado y ya no tenemos una mirada retrógrada como en la antigüedad respecto de estos temas”, pero estos episodios y desbordes en la política nos demuestran que no hemos aprendido nada. Y que a muchos de los verdaderos retrógradas los tenemos sentados en las bancas legislativas, en la piel de progresistas y conservadores por igual.
Preocupa porque a esa persona que de verdad sufre un trastorno o un desorden emocional y que está mirando o leyendo estos improperios en las noticias, le costó mucho llegar a entender, en el mejor de los casos, que necesitaba ir a un psicólogo o un psiquiatra, y que recorrió un largo camino emocional para llegar hasta el consultorio físico (o virtual) de su terapeuta. Hablo por propia experiencia, porque yo también estuve de este lado del escritorio, y de este lado “del diván”.
Preocupa porque él o ella ya lucha con el estigma, la culpa, la tristeza, la frustración de su mismo desorden emocional, como para que encima lo comparen con algunos de estos personajes nefastos que poco han hecho por el bien de nuestra nación (por no decir que casi todo lo han hecho mal, y por eso estamos como estamos, incluidos los desequilibrios mentales provocados por el mal manejo de la pandemia y por la situación socioeconómica que estamos enfrentando).
En segundo lugar, preocupa por el menudo favor que les están haciendo a los mismos profesionales de la salud mental, muchos de ellos muy honestos y llenos de compasión, quienes se esfuerzan en sus redes sociales, en sus clases, en sus consultorios, en sus charlas informales y en todo ámbito posible de instalar el tema de la salud mental como algo de lo que sí se habla, y se habla con naturalidad y con empatía. Luchan por combatir el estigma, refutar los mitos, educarnos como individuos y como sociedad sobre estas cuestiones. Hombres y mujeres serios, dedicados (también con algunas excepciones, claro), que han estudiado por muchos años, preocupándose no solo por su fuente de trabajo y sus ingresos, sino principalmente por el bienestar del prójimo, por llevar un poco de alivio a tantas personas flageladas y que transitan el infierno de los desórdenes mentales.
Y preocupa, en tercer lugar, esta contradicción entre el hincapié con aire progresista que se hace todo el tiempo sobre “no estigmatizar”, “no revictimizar” y otras consignas con que pretenden educarnos como sociedad, cuando por otra parte se dan vuelta y profieren el “sos psiquiátrico”; están borrando con el codo lo que escribieron minutos atrás con la mano.
Señores, señoras, ¡basta por favor! Pongamos el freno de mano. No hablo de una revolución anarquista, no me refiero al “que se vayan todos”. No sueño con erradicar ninguna casta. No intento hacer política, poco sé de eso (y prefiero quedarme así en esta ignorancia por elección). Solo quiero vivir en paz, y que mis hijos y mis nietos vivan en un ambiente de verdadero respeto y armonía. Una utopía, lo sé, pero insisto en sostenerla. Levantémonos como sociedad para decir basta.
Porque si de todas las cosas por las que se revuelcan en el barro discursivo hay algo, algo que importa, es la salud integral de los ciudadanos. Y con la salud mental –permítanme el exabrupto–, ¡con la salud mental no se jode!
Responsable de la cátedra Subculturas Juveniles del Instituto Bíblico del Rio de la Plata, autora del libro En el ojo de la tormenta
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