El destino y la mesa de billar
Poder. Control. Ambos espejismos se originan en una de las características más excepcionales de nuestra naturaleza. Somos capaces de proyectar. Ningún otro ser vivo lleva una agenda, aunque muchos parecen tan organizados y puntuales como un CEO. Pero no. Los únicos que sabemos lo que vamos a hacer mañana a las 15,45 somos nosotros, los humanos. O creemos que lo sabemos. De allí, como un aguardiente de la consciencia, se destila la idea embriagadora de que proyectar y agendar equivalen a controlar y a tener el poder sobre los hechos y sobre el tiempo.
Vivimos, sin embargo, en un teorema de incertidumbres, lo aceptemos o no. En la práctica, no, no lo aceptamos, y persistimos –es quizás un hado o una pulsión, y me temo que ambos son lo mismo– en ejercer el control y el poder.
En noviembre, al bajar del auto, el viento, que es muy incivil aquí donde vivo, cerró de un golpe la puerta del coche. Mi pulgar derecho estaba en el lugar y en el momento equivocados. Hubo un segundo de desconcierto, y entonces solté todo lo que tenía debajo del brazo izquierdo (revistas, diarios, libros, sobres) y liberé mi pobre dedo. Pero el daño ya estaba hecho, y solo ahora, siete meses después, tengo mi uña de nuevo en condiciones. El evento no me afectó demasiado, salvo por el dolor y los antibióticos, pero, caramba, si fuera guitarrista, habría tenido que cancelar siete meses de conciertos. Por el viento. Vaya control.
El 24 de enero de 1975, Keith Jarrett llegó a Colonia, Alemania, para dar un concierto. Había solicitado un Bösendorfer Imperial. Pero alguien confundió el Bösendorfer que había en el teatro con un Imperial. El que tenían era en realidad un pianito, comparado con la bestia de 552 kilos que Jarrett había pedido. Así que estuvo a punto de cancelar el concierto, y solo por la insistencia de la organizadora, Vera Brandes, que tenía 17 años, el músico se dignó a tocar. Lo grabaron sin ninguna intención de publicarlo. Pero esa interpretación extraordinaria, en la que Jarrett le arranca al piano una paleta imposible, unos graves de los que carecía, una intensidad que le faltaba de fábrica, vendió tres millones y medio de copias y, leo por ahí, se convirtió en el disco solista de jazz más vendido de la historia. Poder. Control. Sabemos que son ilusiones, pero nos hipnotizan.
Hice la secundaria en el Colegio Nacional de Buenos Aires. No fue por mérito. Ese año se decidió sortear el ingreso, en lugar de tomar el temible examen. Salí sorteado. Como se cursan seis años, debí tramitar la prórroga del servicio militar, para el que, añadiré, también resulté sorteado. Por ese motivo, quedé en los registros como clase ‘61, una de las que fueron convocadas por el Ejército en 1982.
En lo más infinitesimal o en lo que puede costarte la vida, parece haber un tejido de eventos cuyos alcances y consecuencias no podemos prever ni evitar. Por supuesto, en un nivel doméstico, de cabotaje, somos capaces de controlar algunos hechos. Pero hasta ahí.
Aquella mañana tormentosa, antes de salir para el diario, volví sobre mis pasos, porque no recordaba si había cerrado el gas. Los obsesivos somos así, sepan disculpar. Demoré en eso los mismos veinte segundos que me separaron luego del camión que perdió el control en la autopista y contra el que se estrellaron varios vehículos; me habría tocado el mismo destino, de no haber vuelto sobre mis pasos para verificar si la llave del gas estaba cerrada. No es tan malo ser medio obse, al final.
No, en serio, este billar imprevisible al que llamamos existencia nos va enseñando cierta humildad. Es cierto, como plantea el escritor polaco Stanislav Lem en De Impossibilitate Vitae / De Impossibilitate Prognoscendi, que la estadística no trata sobre la singularidad de los individuos. Pero no es menos verdadero que el piano, la guerra, la puerta del auto y la llave del gas le ocurren a uno. No a las estadísticas. No somos estadísticas.