El diario del lunes
"El aleteo de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo". Hace casi medio siglo, este proverbio chino inspiró un revolucionario concepto científico vinculado con la teoría del caos que se ilustró con la idea de que un batir de alas en el sudeste asiático podía desatar un huracán en Nueva York.
La teoría plantea que un ligero cambio en las condiciones iniciales de un sistema puede provocar alteraciones en otras, que se influirán progresivamente hasta conducir a un resultado imposible de predecir con precisión.
Edward Lorenz, el "padre" de la teoría del caos, consideró la atmósfera un caso de este tipo, en la medida en que sería casi imposible conocer con exactitud todas las condiciones iniciales para hacer predicciones ciento por ciento precisas.
Se cuenta que la concibió en 1963, mientras estaba realizando una investigación sobre previsiones climatológicas con simulaciones de computadora y decidió repasar algunos de los datos que había obtenido. Los resultados no se parecieron en nada a los pronósticos y lo más notable fue que la diferencia procedía de un redondeo en las cifras. "Una propiedad esencial del comportamiento caótico es que estados próximos entre sí terminan por diverger sin importar lo pequeñas que puedan ser las diferencias iniciales", escribió Lorenz.
A diez meses de la alerta por el nuevo coronavirus todo indica que en la confrontación con este microorganismo que mide 800 veces menos que el diámetro de un pelo (una décima de micrón) tenemos que vérnoslas con un sistema similar, en el que pequeños cambios en los comportamientos iniciales pueden determinar rumbos pandémicos muy diferentes.
¿Qué hicimos mal para que, tras lo que pareció un debut exitoso, hoy el país se encuentre entre los de mayor cantidad de muertes diarias por millón de habitantes y el problema se haya extendido a todas las jurisdicciones?
Probablemente, una de las primeras equivocaciones haya sido concentrarnos en "aplanar la curva" (para que los pacientes se fueran presentando a lo largo de un tiempo prolongado, de modo que no superaran las capacidades del sistema de salud), en lugar de "aplastarla" (interrumpir la transmisión) cuando todavía había pocos casos, se podría haber aislado a todos los que llegaban desde el exterior, la positividad no sobrepasaba el 10% y hubiera sido posible rastrear más o menos eficientemente a los contactos. En Córdoba, esa estrategia mostró su efectividad, pero se reveló insuficiente cuando se retomó la movilidad y empezaron a abrirse múltiples actividades.
Tampoco ayudó la insistencia en centrarse más en el número de tests diarios que en la estrategias para utilizarlos de forma inteligente, sin malgastar recursos de tiempo, dinero y personal que no sobran en ningún lado. Ni los mensajes internacionales contradictorios acerca del uso de barbijos, la forma de propagación del virus (que soslayaron el contagio por aerosoles en espacios cerrados) y el papel que cumplen las personas asintomáticas con alta carga viral.
Pero más allá de los aspectos técnicos, hay dos factores cruciales que incidieron en los resultados que observamos: la falta de un trabajo interdisciplinario sostenido entre médicos y científicos, incluso con los de campos no afines a la medicina, pero cuyo know-how demostró ser valiosísimo, y la visión de que la pandemia es un hecho meramente biológico, dejando de lado aspectos sociológicos y culturales tan determinantes en el resultado de las medidas que se tomaban como la acción del virus y la respuesta de nuestro sistema inmune.
No se trata de quejarse con el diario del lunes (o de polemizar sobre el aleteo de una mariposa), sino de poner en marcha correcciones que pueden devolvernos una entereza tan necesaria y ahorrarnos buena parte del dolor evitable.