El fin de los errores groseros
Iván Petrella Para LA NACION
Simon Kuznets, premio Nobel en Economía, alguna vez dijo que había cuatro tipos de países en el mundo: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina. Estos dos, países de excepción, pero por razones distintas. El primero, a pesar de sus características de país chico, sin recursos naturales y muy poblado llego a ser una potencia económica. El segundo, el nuestro, un país grande, con recursos naturales, poco poblado aunque educado, que se suponía tenía todo para ser potencia, pero que sigue a la deriva. Hoy mismo el mundo se pregunta por qué las cosas han resultado así.
Las razones detrás del fracaso o el éxito de los países son siempre múltiples y entran en juego circunstancias externas. Pero como bien enseñan los filósofos estoicos, uno se debe preocupar por lo está bajo su control. Como país, lo que podemos controlar son nuestras propias políticas. Haciendo un repaso de los últimos cuarenta años de nuestra historia vemos que una y otra vez hemos cometido errores groseros que nos han empujado al fracaso. En algunos casos compartimos esos errores con nuestros países vecinos, en otros a contramano de ellos. Mi tesis es también mi esperanza: que hayamos aprendido del pasado y agotado ya el catalogo de errores groseros por cometer.
En los años sesenta y setenta compartimos dos grandes errores con casi todo el continente, la guerrilla y el golpismo. No voy a entrar en el debate de quién es culpable por esos años violentos. Lo importante es que hemos dejado definitivamente atrás la violencia guerrillera como método de accionar político y la dictadura militar y las violaciones a los derechos humanos como forma de gobierno. La siembra del terror como recurso, sea de derecha o de izquierda, ya no forman parte, felizmente, de nuestra vida nacional.
En la década de los ochenta, el grosero error de emitir dinero como método de financiamiento del Estado culminó en la hiperinflación de 1989 y el fin del gobierno de Raúl Alfonsín. La combinación de un Estado extendido -mucha empresa pública ineficiente y actividad subsidiada- y las demandas sociales de una nueva democracia resultó una carga demasiado pesada para un Estado con poco financiamiento externo por la crisis de la deuda y un escenario internacional indiferente. El error de emitir dinero de forma masiva lo compartimos con otros países: Bolivia tuvo una hiperinflación en 1985, Perú un caso simultáneo al nuestro, y Brasil poco tiempo después. Nuevamente aprendimos de una experiencia traumática. Hemos dejado atrás, deseo creer, la emisión de billete como estrategia para financiar al Estado.
En los noventa el error grosero fue el endeudamiento externo. Nuestro optimismo, y el optimismo global ante las reformas hechas nos llevó a tener un nivel de gasto público y privado excesivo. El Estado y el sector privado se endeudaron y, gracias a ello, manteníamos un alto nivel de consumo que no estaba fundamentado en la productividad de la economía. A pesar de que la convertibilidad permitió llevar adelante inversiones postergadas por décadas, generamos un endeudamiento que circunstancias externas e internas demostraron que no estábamos en condiciones de pagar. No fuimos los únicos en caer en la trampa de la deuda. Las economías de México, en 1995, y de Brasil, en 1999, estuvieron al borde de la cornisa. No cayeron porque recibieron una ayuda externa que a nosotros nos fue negada. Las razones por ese hecho no las voy a discutir acá.
En la última década, el error grosero es lo que podríamos llamar la "chavización" de la economía y la política. Cabe notar que los Kirchner no son los únicos culpables de este error. Las raíces de la chavización son un default y una devaluación inexplicablemente ovacionadas en el Congreso Nacional, que licuó las deudas de muchos sectores pero que aisló al país y sumergió a casi la mitad de la población en la pobreza o la indigencia. Nuestra falta de confiabilidad se profundizo con la negación de sincerizar el default , la estatización de los beneficios económicos más rentables, las retenciones, la pelea con el Fondo Monetario, y la ausencia de seguridad jurídica, expresada en la manipulación de las cifras del Indec, la autonomía recortada del Banco Central y la usurpación de las AFJP. Como no somos un país confiable, nadie invierte o nos presta. No queda otro recurso que manotear lo de adentro, sean los jubilados o las reservas o recurrir a Hugo Chávez que prestaría a tasas usurarias.
El resultado de las últimas elecciones abre la esperanza de que estemos por dejar atrás el error de la chavización también. ¿Se vendrá otro grosero error? No se me ocurre cuál podría ser, ya que ni nuestros vecinos ni el mundo nos invitan a ello.
Hace muchos años fui a ver la película italiana Il ultimo baccio , sobre las desventuras de un grupo de amigos treintañeros que no saben si casarse o prolongar las aventuras de la soltería. En ella hay dos frases que siempre recuerdo. La primera está en boca de uno de los amigos casados, poco feliz, con un bebe recién nacido y una mujer con reclamos constantes. Este dijo, "la única salida es la fuga." La segunda viene de otro amigo casado, pero feliz, que sostenía, "la verdadera revolución es la normalidad".
Hace tiempo me identificaba con la fuga, hoy creo en la normalidad. Es hora de que como país creamos en ella también. Para la Argentina, la normalidad sería realmente revolucionaria. Que así sea.