El futuro de los programas sociales
TODO lo que contribuya a lograr la transparencia en el uso del dinero que se destina a los programas sociales debe ser bienvenido. El hecho de que el gobierno nacional y los mandatarios provinciales hayan iniciado una discusión con ese fin puede ser un buen comienzo, siempre y cuando detrás de tales negociaciones no se escondan mezquinos intereses políticos o simples pugnas por espacios de poder medidos en función de quién está a cargo de la administración de esos cuantiosos fondos.
Antes de llegar al encuentro en la Casa Rosada, algunos de los gobernadores justicialistas habían sido particularmente duros con el oficialismo, al denunciar el uso partidario de los fondos de ayuda social a las provincias que maneja el Ministerio de Desarrollo Social.
Otro de los cuestionamientos de los mandatarios provinciales se refería a un presunto recorte presupuestario que afecta al Plan Trabajar, desmentido por el Ministerio de Trabajo de la Nación.
Conviene reflexionar aquí sobre estos programas, creados durante la presidencia de Carlos Menem.
Es cierto que abandonar los planes Trabajar de la noche a la mañana puede generar consecuencias sociales evitables. Sin embargo, las autoridades nacionales y provinciales no deben perder de vista que estos planes de empleo, en la práctica, muchas veces han desnaturalizado el fin para el que fueron creados y no estuvieron vinculados con tareas productivas que representen un valor agregado para el trabajador en términos de reconversión laboral y capacitación.
En no pocas ocasiones los planes Trabajar han sido una suerte de subsidios encubiertos al desempleo, disfrazados de tareas comunitarias que, en rigor, poco le dejan a la comunidad. Se trata de programas pensados básicamente para personas desempleadas con una baja calificación laboral, que carecen de los requisitos para acceder a un seguro por desempleo convencional, tales como contar con aportes al sistema de seguridad social.
Es por eso fundamental que los gobernadores provinciales adviertan la necesidad de su replanteo. Resultaría mucho más provechoso para el Estado y para el trabajador que, en lugar de subsidiarse el empleo improductivo, se apliquen esos fondos a la capacitación de la persona desocupada, o bien que se subsidie parte de los nuevos empleos que se creen en el sector privado.
Si los programas públicos de empleo no potencian las habilidades del trabajador ni generan un impacto sobre la comunidad, sencillamente no sirven.
Como se ha señalado en reiteradas oportunidades en esta página, el problema de los programas sociales no reside tanto en que se gasta poco, sino en que se gasta mal.
Distintos informes oficiales y privados han coincidido durante los últimos años en que alrededor de un tercio del gasto social en la Argentina termina yendo a sectores que no son los que realmente necesitan la ayuda.
Al mismo tiempo, estadísticas de organismos oficiales dan cuenta que en fechas cercanas a elecciones ha tendido a aumentar el porcentaje de beneficiarios de programas sociales, como los planes Trabajar, lo cual parece demostrar el grado de utilización política y de discrecionalidad de éstos.
Superar la crónica ineficiencia que ha demostrado el sector público en la asignación, distribución y control de estos recursos debería debería formar parte de una política de Estado, en la que estén comprometidos los gobiernos nacional y provinciales, y en la que se prescinda totalmente de cualquier influencia de tipo partidaria en su manejo.