
El hombre del traje oscuro
Por Rodolfo Rabanal
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En "Casi ficción", uno de los últimos trabajos de Roberto Juarroz, el poema número catorce dice: "Pasa tan rápido el tiempo, que todo cuanto ha ocurrido no parece haber tenido tiempo de ocurrir".
Esa urgencia deletérea, esa denuncia a una condición irrevocable del ser en la vida, anticipa dramáticamente el minucioso y estricto mecanismo con que el olvido diluye en la Argentina la memoria de sus mejores artistas, relegando sus obras a la más total inadvertencia, exactamente como si nunca hubiesen ocurrido.
El sábado se cumplen seis años de la muerte de Juarroz, un hombre conciso, de mirada seria y sonrisa desencantada, un hombre que vestía sencillos trajes oscuros, fumaba despacio en pipas apagadas y era dueño, por don natural, de una voz tan hermosa y grave que es imposible olvidar las lecturas que él mismo hacía de sus propios poemas.
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Juarroz, como unos pocos otros poetas vivos o muertos, construyó su vida alrededor de un eje irrevocable: la lenta, pertinaz e ininterrumpida pasión de su obra poética. Al margen de ese afán -cristalino, certero-, la existencia misma parecía ocupar un segundo plano, pautada por relojes burocráticos y rutinas de enseñanza.
A su traductor norteamericano W. S. Merwin, que le solicita unas páginas que reseñen su historia personal, Juarroz confiesa: "Por un lado (a mi biografía) no le he asignado importancia y por el otro me parece un accidente, una mezcla de azar y destino, que podía ser de otra manera, sin mayor valor o interés para los demás y sólo rescatable hacia adentro de mi vida y en la transfiguración de mis poemas".
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Marcela Solá me presentó a Roberto Juarroz una tarde de invierno de hace veinte años cuando Carlos Lohlé editó las obras completas de Roberto Arlt con un prefacio de Julio Cortázar. Tanto Carlos Lohlé como Marcela fueron posiblemente sus amigos más constantes y quienes mejor pudieron comprender las ofuscadas contradicciones que solían agitar el espíritu de Juarroz. Hombre religioso pero alejado de la Iglesia, había declarado que sólo la poesía era su más allá. En esa concepción sagrada del oficio de escribir cifraba su salvación, último recurso de un escéptico esperanzado.
Sus arbitrarias ideas políticas, vulgarmente calificadas de "reaccionarias" -deploraba la política no por ella misma sino por el usufructo que de ella hacían los políticos-, son en parte responsables de la injusta desatención que hoy padece su obra, hábito recurrente en un país que se deleita en exaltar de los escritores sus actitudes extraliterarias antes que la calidad de la obra misma.
No creo -ojalá me equivoque- que la poesía de Juarroz se estudie hoy en los colegios secundarios, a menos que los especialistas universitarios se dediquen a desmenuzarla para decir de ella lo que ella jamás dijo. Afortunadamente, allí están las ediciones de su "Poesía vertical", palabras que sobreviven al hombre y honran nuestra cultura literaria.




