
El institucionalismo histórico
Por Alejandro Poli Gonzalvo Para LA NACION
Dos escuelas historiográficas principales reivindican para sí la interpretación fidedigna del pasado argentino: la escuela canónica y el revisionismo. La historia canónica constituye la primera gran interpretación de nuestra historia y la que mayor influencia ha ejercido en conformar la conciencia cívica de la argentinos. Bajo este nombre se agrupa la insigne obra historiográfica iniciada por Mitre, complementada por los autores liberales y del positivismo.
Debido al influjo de los fascismos europeos, durante la década iniciada en 1930 se consolidaron las doctrinas nacionalistas argentinas, de las que se derivaron las primeras obras del revisionismo. Con la aparición del peronismo, una avalancha de autores dispuestos a cuestionar de raíz las premisas del proyecto de país que ensalzaba la historia canónica se sumaron a las filas del revisionismo. La presencia del revisionismo puso a la historia canónica a la defensiva, produciéndose de hecho una ruptura profunda entre ambas escuelas, paralela con la división del país en dos bandos irreconciliables.
Con sus limitaciones y sus aciertos, el revisionismo criticó con dureza el proyecto nacional que encarnó la generación del 37 y se desenvolvió exitosamente hasta la caída de Yrigoyen. Aunque en el estado actual de la historiografía argentina no puede negarse la grandeza de ese proyecto, ello no significa que desaparezcan las cavilaciones sobre las causas de su derrumbe en 1930, que arrastró al país a una declinación injustificada. Algo no había marchado bien para que siete décadas de florecimiento de un proyecto de ser revolucionario no hubieran logrado consolidar la vida argentina. Una respuesta a este enigma consiste en ensayar una nueva interpretación de la historia argentina cuyo punto de partida son los ideales de Mayo.
Los ideales fundamentales de la Revolución de Mayo fueron sintetizados por Echeverría en dos palabras de fuerte contenido simbólico: progreso y democracia. Esos ideales han determinado las dos posiciones dominantes en la historiografía argentina.
En abreviada síntesis, la versión canónica reivindicaba el progreso alcanzado y justificaba el abandono del ideal democrático en aras de no poner en riesgo la prosperidad material con una apertura democrática considerada apresurada para el estado de las costumbres cívicas de la sociedad.
La historia conoce esta combinación no equilibrada de los ideales de Mayo como la instauración de la República posible. En la vereda opuesta, el revisionismo criticaba acérrimamente la ausencia de una democracia auténtica, pero al hacerlo descalificaba el progreso con argumentos críticos del modelo que lo había hecho factible, sin plantearse seriamente cuál hubiera sido otra trayectoria posible para el desarrollo económico, poblacional, educativo y cultural del país. Frente a estas teorías tutelares acerca de nuestro pasado, es posible defender un enfoque no tan usual: elogiar el progreso tal como se produjo y criticar a la par el olvido del ideal democrático. Este enfoque se concentra en la concreción desigual de los ideales alumbrados por la Revolución de Mayo: mientras que los postulados de progreso originaron una trayectoria de prosperidad y crecimiento cultural sin parangón, el incumplimiento del ideal democrático es la clave para comprender las gravísimas dificultades sufridas por los argentinos a partir de 1930.
Aun así, los ideales de Mayo no bastan para explicar toda nuestra historia: para comprender por qué el progreso fue posible y la democracia una asignatura pendiente es necesario dar un paso más y ubicar el proyecto de país contenido en esos ideales en el marco de una teoría mayor que dé razón de ellos y, al mismo tiempo, del pasado colonial y de la inestabilidad política del siglo XX. Esta teoría debe dar cuenta del peso de las instituciones coloniales en nuestra formación histórica y del rol modernizador jugado por Buenos Aires; explicar los avances de las instituciones socioeconómicas y educativas de la República posible alberdiana y las fallas de su sistema representativo, haciendo eje en la Constitución de 1853, y constituir una guía segura para desenmascarar la barbarie institucional incubada en el orden conservador y formalizada con el golpe de Uriburu. Debe, finalmente, erradicar de cuajo la presunción de que los males argentinos son producto de nuestros hábitos y costumbres sociales, de nuestra cultura política, o, de nuestro origen hispanoamericano. Esta teoría es el institucionalismo histórico.
Una teoría es institucionalista en la medida que atribuye el desarrollo político y económico a la existencia de instituciones favorables a tal fin. El institucionalismo supone que las diferencias de raza, cultura o historia se tienden a nivelar cuando los pueblos adoptan un cuerpo de instituciones políticas con principios normativos comunes. Las instituciones importan porque a través de ellas se organiza la vida de una sociedad, no sólo en sus aspectos políticos sino en otras facetas decisivas que afectan los intereses y el comportamiento de los individuos. En la polémica que mantiene con el culturalismo, hay una clara evidencia a favor del institucionalismo: la difusión de las instituciones occidentales es hoy más universal que el mapa cultural del mundo. En consecuencia, el institucionalismo histórico, relevante para extender los horizontes de la historia canónica y el revisionismo, interpreta el decurso de la sociedad argentina siguiendo la génesis y desarrollo de sus instituciones. Según esta interpretación, la historia argentina moderna es el fruto de una revolución institucional de vastas proporciones que se consolidó en la década de 1850, cuyas raíces no reposaban en el pasado acumulado a sus espaldas. Frente a toda perspectiva evolucionista, el institucionalismo histórico interpreta la transformación revolucionaria de las estructuras de la sociedad argentina como un ejemplo mayor de la creación de instituciones con el fin de poblar el desierto argentino y favorecer el progreso y la educación. A la par, demuestra que la revolución institucional quedó inconclusa: funcionó en cuestiones relativas a la economía pero brilló por su ausencia en asegurar los derechos electorales. Las fallas institucionales incubadas durante la República posible no se hicieron sentir mientras el crecimiento económico ocultó las tensiones políticas, pero fueron incontenibles luego de la crisis del 30. De igual modo, a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuando se alcanzó un grado de globalización de valores de alcance planetario, sólo los pueblos que acertaron a darse las instituciones adecuadas para el de-senvolvimiento pleno de esos valores alcanzaron la mayor prosperidad. La débil herencia democrática de la Argentina la llevó a figurar entre las naciones que perdieron el rumbo por su incapacidad de construir instituciones políticas y sociales conformes con aquel magno consenso mundial. Por tanto, reinsertarnos en el primer mundo en virtud de instituciones democráticas modernas y desterrar la explicación culturalista de nuestros padecimientos es un mandato imperativo de los argentinos para soñar un proyecto de futuro que nos haga sentir orgullosos del país que nos legaron nuestros mayores y del que le dejaremos a nuestros hijos.