
El islam es también Occidente
Se hace difícil reflexionar ante el horror de los atentados en París del viernes. Es comprensible que, atrapados en el miedo, busquemos respuestas fáciles que hablan más de nuestro deseo de sentirnos tranquilos que de pensar realmente cómo resolver el rompecabezas del fundamentalismo islámico. En particular, debemos tener cuidado de no caer en la trampa que el terrorismo fundamentalista nos pone adelante: no debemos interpretar la situación como una guerra entre Occidente y el islam, debemos aceptar que es imposible actuar globalmente en el siglo XXI sin estudiar mejor las religiones y no debemos resignarnos en la apuesta de que la democracia es la mejor herramienta que tenemos para alcanzar la paz.
En estos últimos días cobró fuerza la idea de que Occidente y el islam están en guerra, a pesar del hecho de que la mayoría de los atentados de grupos como Estado Islámico y otros ocurren en países musulmanes y contra otros musulmanes. Bajo esta interpretación, los ciudadanos y gobiernos occidentales deberíamos aceptar y asumir este escenario bélico y actuar en consecuencia. Expresiones de este tipo, comunes entre intelectuales, periodistas y formadores de opinión, se asemejan a la idea del "choque de civilizaciones" planteada por Samuel Huntington: entre el islam y Occidente habría una frontera sangrienta que es el mayor reto global que tenemos en el siglo XXI.
La realidad, sin embargo, es que no existe ninguna frontera, precisamente porque lo que llamamos "islam" no es un otro ajeno, sino que forma parte de Occidente. Barack Obama percibió esto con claridad y dijo que el islam también es Estados Unidos, haciendo referencia a la gran cantidad de musulmanes que viven en territorio norteamericano y a la gran cantidad de familias norteamericanas que tienen al menos un integrante musulmán. Es el extremista el que delimita tajantemente al islam y a Occidente como bloques culturales contrapuestos y en inevitable conflicto. La primera parte de la trampa fundamentalista, entonces, es aceptar la visión del mundo a la que nos quiere llevar el terrorismo, una en la que les declaramos la guerra a millones por lo que hacen grupos minoritarios.
Para no caer en este juego y no excluir al islam es necesario comprender una religión que no es la nuestra. Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XIX y durante la mayor parte del siglo XX se repitió hasta el hartazgo la "tesis de la secularización", la idea de que cuanto más desarrollada fuera una sociedad, menos religiosa iba a ser. La realidad es que ya instalados en el siglo XXI los dioses parecen estar más vivos que nunca. Los hindúes siguen purificándose masivamente en el río Ganges y cada viaje del papa Francisco provoca la congregación de multitudes. Los musulmanes, por su parte, nunca dejaron de peregrinar a La Meca y el protestantismo evangélico crece con un ritmo incansable, en un mundo en el que más del 80% de la población tiene creencias religiosas.
Estas creencias no son sólo de índole privada. Son parte esencial de diferentes maneras de ver el mundo que dan forma a las discusiones que tenemos y a las decisiones que tomamos. En pleno siglo XXI la vida cotidiana de millones de personas, algunos Estados y muchos organismos no estatales no se puede explicar sin referir a esta faceta religiosa. Por eso, asumir la muerte de Dios como si fuera un hecho es limitar nuestra comprensión del mundo y de sus habitantes, y si no comprendemos al mundo, difícilmente podremos actuar en él con éxito. En este sentido, cultivar la ignorancia respecto de las religiones es caer en un segundo aspecto de la trampa fundamentalista: nunca podremos integrarnos con lo diferente si no lo comprendemos y le damos lugar.
En particular, en nuestra ignorancia radica uno de los aspectos más fuertes del fundamentalismo. Si por un momento invertimos el punto de vista, nos encontramos con que la mayor parte del mundo islámico no es extremista, o bien ya forma parte de Occidente o bien pretende mantener una relación fructífera y pacífica con los países occidentales. Todas esas personas viven bajo una interpretación teológica del islam que no les indica que deben morir en la jihad, que no les prohíbe votar en elecciones democráticas y que no las obliga a jurar lealtad al califato establecido en Irak y Siria. Estado Islámico es rechazado por prácticamente todo el espectro del islam, lo condenan incluso sus interpretes más conservadores y más críticos de la acción occidental en el Medio Oriente. Por eso, cuando ponemos a todos en la misma bolsa hacemos precisamente el trabajo que los fundamentalistas quieren que hagamos: los excluimos a partir de nuestra ignorancia, los alejamos del diálogo y los acercamos a un extremismo que nunca cesa en su intento de seducirlos.
Pensar que estamos viviendo una guerra y abandonar el intento de comprender al otro se relaciona directamente con una tercera y última parte de la trampa fundamentalista: perder la confianza en la democracia como herramienta para integrarnos y alcanzar la paz. Si nuestra forma de gobierno deja de ser una puerta abierta hacia el pluralismo, triunfa la exclusión y se vuelve realidad la cosmovisión fundamentalista: una en la que el islam se encuentra con un Occidente que odia las diferencias y que seculariza a los otros hasta dejarlos vacíos de identidad. En sentido contrario, mantener viva la llama democrática y hacerla cada día más atractiva es una de las mejores estrategias que tenemos a la mano para que el extremismo deje de ser una opción.
Para derrotar la trampa fundamentalista hay que empezar por no aceptar sus premisas. Es entender que no hay fronteras entre Occidente y el islam, es ser humildes y nunca resignarnos a no comprender cómo piensa el otro y cuáles son sus creencias, y es apostar a la democracia como un modo colectivo y plural de vida en tanto iguales, algo que nunca debemos dejar de ofrecer a los otros y algo por lo que vale la pena luchar.
Derrotar al fundamentalismo es derrotar su cosmovisión, no darle el enorme beneficio de, influenciados por el terror, engrandecerla.