El mal humor social se origina en la brecha de productividad
Medida por los indicadores reconocidos, la trayectoria de la economía argentina en los años 90 es notable. Incluyendo la recesión de 1995, la tasa anual de crecimiento del producto por habitante es del 4,5%, una de las más elevadas del mundo. Por su parte, el consumo per cápita es ahora 42% más alto que en 1990. Ello, en un marco de estabilidad de precios inédita en la historia moderna del país.
No obstante, la mayoría de la población siente que está peor que antes. En una encuesta que hicimos en el primer trimestre de este año, un abrumador 73% de las personas juzgó que la condición de la economía es mala.
Una discrepancia entre los datos y la percepción del público es de esperar; pero lo que sorprende en nuestro caso es la intensidad. La sensación térmica puede diferir 2 o 3 grados respecto de lo que marca el termómetro, pero nunca 20. La hipótesis explicativa más común es que el crecimiento de estos años ha sido con concentración en la distribución del ingreso. De allí se sigue que una parte presumiblemente mayoritaria de la población no se habría beneficiado. Este razonamiento es insuficiente y probablemente erróneo. Lo que interesa para el bienestar de las familias no es tanto la proporción en que participan en el reparto como el monto que perciben. Es posible que empeore la distribución relativa y sin embargo mejoren los ingresos de los estratos más bajos. Esto es lo que parece haber ocurrido entre 1990 y 1997: la participación de los tres deciles inferiores en el ingreso familiar total disminuyó de 13,6% a 11,4%, con lo que, en efecto, se acentuó la concentración de la distribución; pero en términos absolutos su ingreso real per cápita aumentó 11,3%. Por otra parte, el juicio crítico sobre la economía no es privativo de los más pobres o de los sectores medios sino que es compartido por el estrato socioeconómico medio-alto, que es el que más ganó.
Otra hipótesis asocia el descontento con el aumento del desempleo. Este es un argumento plausible, pero, de nuevo, desde la perspectiva del bienestar lo que más importa es la tasa de empleo. El gran crecimiento de la desocupación no ha impedido que la proporción de la población con trabajo sea mayor ahora que en 1990 (35,9% v. 35,4%). De otro lado, el extendido escepticismo de la gente se produce en el pico de más alto crecimiento del empleo en las dos últimas décadas.
Dos causas
La pregunta, por consiguiente, es si la sensación colectiva de que estamos peor tiene una base racional, o es un reflejo del pesimismo intrínseco de los argentinos. Sin negar esto último, mi impresión es que el mal humor social tiene una cuota importante de racionalidad. El descontento reconoce, según creo, dos determinantes principales: En primer lugar, la pérdida de numerosas cuasi rentas, sobre todo en los sectores sociales tradicionalmente más organizados. En el pasado, el bienestar individual dependía no sólo de la productividad del trabajo sino de las transferencias de recursos presupuestarios (como el empleo y los beneficios financiados con déficit fiscal) o de arreglos corporativos (como la fijación de salarios a cambio de una alta protección arancelaria). Pero otras veces, quizá la mayoría, esas rentas no eran computadas como ganancias de los hogares (por ejemplo, la licuación de los impuestos por la inflación, las tarifas de los servicios públicos por debajo del costo, o las tasas de interés negativas). De allí la dificultad de comparar únicamente los ingresos monetarios. Al revés de lo que ocurre ahora, la macroeconomía andaba mal pero individualmente a muchos les iba bien. En segundo término, la transformación del mercado laboral, en particular en el sector formal. La reconversión productiva ha debilitado la estabilidad del empleo y las condiciones de trabajo. Este cambio se expresa en un aumento significativo de la tasa de rotación del personal, de la extensión de la jornada y de la carga de tareas, con salarios constantes o declinantes en el margen. Probablemente esto es más importante que el desempleo abierto, pues modifica las condiciones básicas de funcionamiento del núcleo antes más integrado y protegido -y también mayoritario- de la estructura social. La implicancia de esta transformación es una transferencia de riesgo empresarial hacia los trabajadores. Esto ayuda a entender por qué, en un año económico récord, con creación de empleo, una de cada dos personas se siente más insegura que un año atrás.
Una brecha mayor
La convergencia de ambos factores determina en amplias capas un declive en el bienestar y en muchos casos un descenso social, que no es captado por la evolución del ingreso monetario. El telón de fondo de esta pérdida es el estancamiento de la productividad en el largo plazo. No obstante el gran salto dado desde 1990 (casi 36% de aumento hasta 1997), la productividad media del trabajo es ahora apenas 1% mayor que en 1980. Esto es el resultado de una caída del 25% durante la década anterior a la reforma económica.
Mientras tanto, desde 1980 la productividad mundial creció más del 50%. Esto significa que en este lapso la brecha de productividad de la Argentina respecto del resto del mundo subió un 33%. Esta es la medida del empobrecimiento de nuestra sociedad. En una economía abierta, y especialmente en el marco de la convertibilidad, si la brecha de productividad no se cierra o es muy grande, debe compensarse ajustando hacia abajo las condiciones de trabajo. Esto es lo que sucede en el aún dilatado sector -sobre todo de Pyme- que no ha logrado modernizarse. Para este segmento la brecha de productividad es mucho mayor que el promedio. El desigual ritmo de reestructuración -o lo que es igual, la concentración del crecimiento de la productividad- a partir de la convertibilidad, ha aumentado la heterogeneidad de la economía argentina. Mientras que las empresas que más se modernizaron bajaron su relación marginal empleo-producto (y en muchos casos achicaron sus dotaciones) aquellas que no lo hicieron deben aplicar estrategias defensivas de competitividad. El deterioro de las condiciones laborales y también la evasión muchas veces son mecanismos de supervivencia en el mercado. Este aumento de la heterogeneidad da lugar a una polarización social inédita en la Argentina. El alto desempleo facilita este proceso y el requisito de equilibrio fiscal lo refuerza.
Esto no es distinto de lo que ocurre en cualquier otro país capitalista. Lo diferente, sin embargo, es que en nuestro caso la reforma económica fue precedida de una severa pérdida de competitividad. La magnitud de esa brecha y la rapidez de la integración en el mercado mundial explican la intensidad del fenómeno.
Revertir este proceso toma tiempo. Se requiere no sólo asegurar un crecimiento económico sostenido sino extender la modernización mucho más allá de los límites actuales. Esta es una condición principal para mejorar la equidad. Cómo lograrlo debería ocupar un lugar central en la agenda del debate político.
El autor es socio director de la Sociedad de Estudios Laborales .
El próximo domingo: el columnista invitado será Jorge Remes Lenicov
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