El modo de dirimir las diferencias es el pluralismo
La ley de interrupción voluntaria del embarazo , cuya suerte se conocerá hoy, es una cuestión que parece inabordable si no se adopta alguna de las dos posiciones enfrentadas. Se está a favor o se está en contra, lo demás suena vacuo. En esta nota se intentará eludir esa limitación, un tanto asfixiante. Para eso hay que regresar a una célebre orientación de Pierre Bourdieu para sociólogos: en lugar de tomar parte en las luchas sociales por la verdad, la sociología tiene que hacer de ellas su objeto. Aplicando esta premisa, cambia el enfoque: no es prioritario saber aquí quién tiene razón, sino conocer, en primer lugar, cuál es el trasfondo del debate, considerando el contexto histórico cultural y la función e ideología de las instituciones y los grupos involucrados en él. Y, en segundo lugar, analizar las relaciones de fuerza entre los actores para determinar las chances de que prevalezca una u otra posición.
En esta línea, la primera pregunta que puede hacerse es por qué un tema que atañe a la vida privada alcanza relevancia pública y debe ser objeto de legislación. La respuesta es: primero, porque la práctica del aborto, que está formalmente penada, se realiza de manera clandestina con graves consecuencias para la salud física y psicológica de las mujeres, en particular de las más pobres; segundo, porque de acuerdo a los avances de la cultura actual deben reconocerse los derechos de los colectivos sociales, en este caso los del género femenino. Estas dos razones no son, sin embargo, el motivo de la acalorada controversia que genera el aborto. Ella se origina en otro punto: si este procedimiento implica o no la supresión de una vida. Por una parte, se discute, con el auxilio de la ciencia y la filosofía, si un embrión puede asimilarse a una persona humana. Por la otra, se desata el rechazo apasionado de las iglesias que afirman que interrumpir voluntariamente el embarazo implica ocasionar la muerte a un inocente. Así, se transforma un debate sobre políticas públicas, originalmente centrado en la salud y los derechos de un grupo social, en una cuestión de principios irrenunciables.
Ahora bien, ¿qué pasa con los principios en la cultura actual? En términos generales, y con variaciones terminológicas, se acepta desde hace décadas que el momento histórico corresponde al paso de la modernidad a la posmodernidad. Es ya un tópico el diagnóstico sobre la transformación moral ocurrida en Occidente: han caído los grandes relatos de la religión y el racionalismo secularizado, para dar lugar a múltiples interpretaciones de lo bueno y lo verdadero que juegan su suerte incierta en una cultura que se ha denominado "posmoralista". Gilles Lipovetsky escribió que ella da lugar a una sociedad que rechaza la retórica del deber austero y consagra los derechos individuales a la autonomía, el deseo y la felicidad. Esta transformación sociológica va acompañada por otra, de carácter epistemológico: la verdad se relativiza, perdiendo carácter universal y vinculante. En rigor, el valor unívoco de la verdad es reemplazado por otro que es propio de la democracia: el pluralismo.
En este contexto histórico y cultural se debate en la Argentina -un país que suele atrasar- la legalización del aborto: una época en que ya no pueden imponerse los principios, estén fundados en convicciones religiosas o ideológicas. Bajo ese supuesto, el modo de dirimir las diferencias no es la autoridad moral basada en dogmas, sino el pluralismo administrado por las reglas de la democracia, en dos pasos: deliberación y votación. Eso no niega las razones y la pasión puestas en juego por las partes, significa simplemente que ellas deberán participar en el debate según las normas del sistema y aceptar los resultados que arroje. Debe reconocerse que acatar la democracia es un gesto abnegado para los que sostienen principios, porque en última instancia implica consentir que problemas considerados sustantivos pueden terminar dirimiéndose por un procedimiento cuantitativo cuyo veredicto es vinculante.
La incapacidad para imponer la verdad principista significa que los partidos políticos, las asociaciones profesionales, las instituciones religiosas, las academias científicas o morales ya no pueden legislar, en el sentido que le otorga a este verbo Zygmunt Bauman: ordenar y legitimar las conductas según valores universales. La caída de los legisladores, dirá el sociólogo de la liquidez, da lugar al surgimiento de los intérpretes, cuya función es traducir y mediar en las luchas entre visiones del mundo. Ese es el papel intelectual que Bourdieu le asignó a la sociología y que acaso sirva para iluminar este intrincado debate. Pero si las partes no pueden legislar y los traductores no logran derribar la torre de Babel, la responsabilidad indelegable recae en los representantes del pueblo. Son ellos los encargados de encontrar el justo término, para que los derechos no deriven en un individualismo banal y para que la religión no dicte las políticas públicas.
Los congresistas son los únicos habilitados para legislar en la democracia posmoralista. Lo hacen con sus limitaciones, según una noción del bien común condicionada por la cultura y convalidada por las recomendaciones de los organismos competentes, los hallazgos científicos, la experiencia internacional y el conocimiento de las estadísticas oficiales. Predominan entre ellos la conciencia laica y los objetivos pragmáticos, no los dogmas. Utilizando esas herramientas, recomendaron la prevención del embarazo y privilegiaron el derecho a decidir y la salud de la mujer por encima de la vida embrionaria, aunque al fijar un lapso temporal para abortar reconocieron que el desarrollo biológico es incremental y no puede interrumpirse pasado un límite. Por cierto, es una determinación opinable, pero racional, fundamentada y práctica: si no se legaliza el aborto, los embriones seguirán eliminándose sin términos temporales precisos y sin las seguridades médicas básicas, en perjuicio sobre todo de las mujeres de menores recursos.
Falta determinar qué posición tiene más chances de prevalecer. El recuento indica que hoy no saldría la ley, pero la tendencia histórica muestra que finalmente se impondrá. No es para festejar o deprimirse, sino para entender y aceptar: la avalan el contexto cultural, la presión de la opinión pública y el consenso mundial. Sin embargo, tal como están las posiciones, parecería que la sanción dependerá en lo inmediato de la flexibilidad para introducir modificaciones. Algunos senadores propugnan un rol estatal más activo y persuasivo en la decisión de abortar, y defienden la posibilidad de la objeción de conciencia institucional. Estos aspectos pueden ser claves para alcanzar el consenso. Quizá le falte a la ley reforzar lo que se ha llamado "paternalismo libertario". Este aparente oxímoron propuesto por Cass Sunstein, que sedujo a Obama, se postula como una tercera vía para equilibrar el interés público con el privado. En el caso del aborto, supone una intervención sensible: que los organismos oficiales asesoren y acompañen integralmente a las mujeres en trance de interrumpir el embarazo -con énfasis en las adolescentes pobres-, a la vez que les garantizan su plena y cabal libertad.ß