El nuevo rol del peronismo en la oposición
En el juego de la democracia, al peronismo le tocó el turno de la oposición. No es su rol más habitual, ni el que mejor juega, ni el que más le gusta (con permiso de Serrat). Desde la vuelta de la democracia ha gobernado, bajo distintas versiones, 24 de 32 años posibles.
Mirar a la sociedad desde el Estado lo constituyó como una cultura de poder. Y también potenció defectos que afectan la sensibilidad para interpretar las nuevas demandas de la opinión pública. Más precisamente, de los llamados sectores medios y los emprendedores, siempre exigentes en materia económica, pero también en estilos y estéticas.
Ahora el desafío es distinto. Ya no pasa por interpretar la coyuntura histórica para implementarla sin grises desde el Gobierno a partir de un decisionismo apasionado. La derrota electoral obliga a redefinirse como oposición, tarea siempre difícil y que requiere responder, entre muchas, dos preguntas clave: ¿por qué se perdió? y ¿qué tipo de alternativa se quiere encarnar? Ambas están indisolublemente ligadas.
Quienes se niegan a revisar críticamente los últimos gobiernos propondrán, desde el vamos, un posicionamiento duro y rústico para interpelar la administración Macri. Así lo evidencian las declaraciones y acciones de estos últimos días de los voceros más ortodoxos del kirchnerismo, generalmente ex funcionarios que suponen que el revisionismo los puede ubicar en una situación de dar debates en condiciones de horizontalidad a las que no están acostumbrados.
La otra posición requiere analizar con equilibrio los logros y los errores, las fortalezas y las debilidades de los pasados 12 años, para estructurar desde allí un posicionamiento que establezca el grado de flexibilidad o rigidez en cada tema del presente de acuerdo a la responsabilidad positiva o negativa que se haya tenido durante la propia gestión.
Si la virtud es el justo medio, el peronismo debería aspirar a evitar el confrontacionismo gratuito y la complacencia facilista para pararse como una fuerza popular y moderna que apoye activamente las medidas que incentiven el desarrollo (inversiones, infraestructura, políticas sociales de nueva generación, materialización de nuevos derechos) y rechace las que impliquen regresiones en materia de distribución del ingreso, derechos humanos, de género, etc.
Claro que para llevar adelante una influencia positiva sobre la sociedad hay que dejarse influenciar también por ella y, muy particularmente, por las franjas y actores que se han sentido destratados o mal representados por los tres gobiernos pasados. Esto conlleva también la responsabilidad de incorporar nuevos temas en la agenda que muchas veces fueron desatendidos o subalternizados: calidad institucional, transparencia administrativa, valores republicanos, etc. Y también los que hacen a la dinámica endógena: internas competitivas, debates genuinos y unión, respetando la diversidad.
Todo ello supone una intensa y democrática vida interna para que las decisiones que se adopten sean el resultado de las instancias deliberativas y no el fruto de inspiraciones inconsultas bajo un formato supuestamente plebiscitario. Esto implica necesariamente la invitación generosa a quienes se apartaron del espacio por falta de canales adecuados para tratar las opiniones distintas, inoportunamente expulsados con la siempre accesible acusación de "desleales".
Una mejor versión del peronismo sólo se construye sin exclusiones ni estigmatizaciones por parte de conducciones con aires de nomenklatura, sino por dirigencias que se vitalicen por la variedad. La homogeneidad edificada en la férrea disciplina empobrece y expulsa, y la división disminuye la centralidad política, reduce las posibilidades efectivas de corregir errores del oficialismo y alejaría las posibilidades en las elecciones legislativas de 2017 y las presidenciales de 2019.
Los comicios de 2013 y del pasado 22 de noviembre son la prueba fehaciente de los costos que implican los desprendimientos intestinos. Por la naturaleza social del justicialismo, el protagonismo del movimiento obrero organizado resulta esencial y su unidad cobra un valor trascendente de cara a la defensa de uno de los logros más importantes de los 12 años pasados: el vigoroso poder de compra de los salarios sostenidos en paritarias libres. La enorme capacidad manifestada durante los tres gobiernos para democratizar el consumo careció de una contraparte igualmente efectiva para democratizar la oferta. La indiferencia frente al fenómeno inflacionario y el déficit fiscal y la opción de financiarlo mediante la emisión desmedida y el agotamiento de los stocks (reservas del BCRA, recursos de la Anses, pérdida de los superávits gemelos, agotamiento de la matriz energética, etc.) requieren de una profunda revisión. Una miopía de largo plazo afectó la sustentabilidad de otras buenas políticas. La necesaria autocrítica no puede pretender obviarse por el camino fácil de deslindar todas las responsabilidades en las primeras acciones del nuevo gobierno.
Los últimos años fueron testigos de cómo la respuesta ante cada dificultad se traducía en mensajes cargados de un voluntarismo paralizante, una suerte de curanderismo que agravó los males comprometiendo el cuadro general del paciente, en este caso la vitalidad del conjunto de la economía del país, que sufrió las consecuencias de la mala praxis.
La visión del justicialismo es eminentemente política porque interpreta bien que el poder es una construcción que supone intereses y conflictos. Pero la sobredosis de esta perspectiva llevó a un enamoramiento de las confrontaciones, olvidando que la tensión y el estrés permanente agotan la comprensión y la tolerancia de la sociedad, que se advierte sometida a una suerte de extorsión agobiante elaborada sobre la base de antinomias falsas y excluyentes que implican una imposibilidad de síntesis virtuosas y superadoras -campo vs. pueblo, corporaciones vs. gobierno popular, patria o buitres-, que resultaron muy efectistas y poco efectivas, aun para los objetivos más subalternos. El precio a pagar por imponer el ideologismo sobre el pragmatismo.
El uso y abuso de esta metodología comprometió el dinamismo del justicialismo, privilegió la obediencia a la aptitud y permitió que una versión más amable (que deberá probar su relieve y profundidad para interpretar una visión de la Argentina posible) se impusiera como deseable frente a una metodología que saturaba la atmósfera de la opinión pública.
La pregunta acerca de qué tipo de oposición queremos los que nos identificamos como peronistas resulta clave para el país entero; si una que siempre reclamamos cuando estábamos en el poder, constructiva, atenta y responsable (que no siempre fue el caso, como lo prueba un antikirchnerismo militante que se opuso a todo y aún se manifiesta en la actualidad por parte de actores que reclaman un revanchismo cívicamente nocivo), o una oposición boba, ciega y altanera como la que manifiestan los primeros episodios de "resistencia" por parte de quienes representan más a la ortodoxia del FPV. No podemos transformarnos en aquello que tanto criticamos. Tampoco, en nombre de un supuesto progresismo, actuar reactivamente (reaccionariamente) a cada paso del nuevo oficialismo: la Argentina necesita de una mayor calidad política para crecer y desarrollarse. El justicialismo puede y debe satisfacer esa demanda. Si al gobierno de Cambiemos le va bien, deberemos generar una mejor versión para el regreso al gobierno. Ésa será nuestra mejor contribución al progreso nacional.
Ex director del Banco Provincia