El país del tiempo futuro
HIGHLAND PARK, N. J.
En el primero de sus "Cuatro cuartetos", T. S. Eliot alude a la eterna repetición del presente. "La especie humana no puede soportar demasiada realidad -escribe allí-. El tiempo pasado y el tiempo futuro, lo que podría haber sido y lo que ya fue, tienden hacia un solo fin, que siempre será el presente." Esos versos misteriosos y descorazonados, que sugieren la tendencia de las cosas a mantenerse en su ser, quizás ayuden a reflexionar sobre el destino inmediato de la Argentina. ¿De qué manera podría evitarse que los fracasos del pasado y las incertidumbres actuales afecten el porvenir?
La mayoría de los expertos que reflexionan sobre la política argentina en los Estados Unidos y en Europa occidental coincide, desde hace tiempo, en que el próximo gobierno deberá ser de transición. Las deudas acumuladas con la comunidad en estas últimas décadas no podrán saldarse por completo en un solo período presidencial. A la vez, la fuerza de gravedad de todo lo que no se ha hecho decidirá que al menos algo se haga. La magnitud de ese algo quizá permita al vencedor de las próximas elecciones disponer de otros cuatro años para completar su obra. Tanto Carlos Menem como Néstor Kirchner tendrían, entonces, que buscar la reelección.
La Argentina está devastada, y los actos administrativos de los últimos gobiernos tendrán que ser sometidos a revisión. No se puede pensar en despegar si antes no se resuelven problemas urgentes como la reforma tributaria, la claridad en la política exterior, la desocupación y la pérdida de valor del trabajo, los atroces índices de miseria, la corrupción, la sustitución de los feudalismos provinciales por una democracia federal sana y, sobre todo, la negociación razonable de la deuda externa. ¿Cómo crecer mientras se mantengan los vicios arcaicos de la política parlamentaria, que se expresaron en diputados truchos, sospechas de coimas en el Senado y redes de protección mafiosa?
Aun si Ricardo López Murphy o Elisa Carrió hubieran ocupado el segundo lugar en la primera vuelta y tuvieran posibilidades reales de vencer en la segunda, se les habría hecho cuesta arriba superar las zancadillas de estructuras políticas adversas, para las cuales los privilegios del poder están siempre antes que las necesidades de la Nación.
Chile y Brasil tuvieron la fortuna de transiciones fluidas después de sus dictaduras. Los cambios introducidos por el gobierno de Ricardo Lagos a las administraciones precedentes de Frei y de Aylwin son notables, pero en vez de afectar la sustancia de lo que se había hecho, lo prolonga y lo mejora.
No sólo el gobierno chileno es previsible, como se aspira a que sea el de la Argentina; también ese país es previsible. Y en Brasil, a pesar de las diferencias de fondo en las ideologías de Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inacio Lula da Silva, hay una continuidad evidente en la política exterior y en la voluntad por desarraigar la tenaz corrupción interna. No se puede decir lo mismo de los saltos de canguro que separaron el gobierno de Alfonsín de los de Menem, y los de éste del gobierno de Fernando de la Rúa. Aun la misma administración de Menem ensayó varios estilos hasta dar con el que le convino, marcado por la guía económica de Domingo Cavallo.
El principal escollo de Kirchner en la segunda vuelta será, como ya se ha dicho tantas veces, demostrar que es diferente de su mentor Eduardo Duhalde y que puede, por sí solo, encarnar una manera de hacer política que lo distinga no sólo de este antecesor sino de todos los otros.
Sólo en la economía y quizá también en la salud pública habrá continuidad, pero el gobernador patagónico deberá dar señales muy claras y firmes de lo que piensa hacer con la política exterior. Quizá no consiga más votos con esas certidumbres, pero las necesitará si gana la segunda vuelta y no quiere perder tiempo en las laberínticas negociaciones internacionales que están en suspenso. Al fin de cuentas, quien venza el 18 de mayo sólo dispone de una semana para prepararse, a menos que la Asamblea Legislativa elija otro presidente hasta diciembre.
El principal escollo de Menem, en cambio, es el propio Menem. En la campaña presidencial de 1989, cuando prometió el salariazo, la revolución productiva y acuñó una frase que todavía le da algunos dividendos, "No los voy a defraudar", conquistó a millares de ilusionados argentinos con pocas palabras y gestos casi religiosos. Ahora casi todo lo que dice o hace juega en su contra. Es difícil creer en sus sinceros deseos de renovar cuando presenta un gabinete de caras nuevas por un lado y decide sus estrategias futuras con las mismas figuras leales de los viejos tiempos. Las visitas indeseables que recibió la noche del 27 de abril en el hotel Presidente le hicieron, como se sabe, un inmenso daño en el electorado independiente.
Nada de pudor
Mientras Kirchner mantiene su vida privada al margen de la campaña, Menem la exhibe. El pudor no es uno de sus atributos. Ahora resulta patético y poco verosímil oírlo hablar del hijo que espera, acaso para fin de año, porque el tema es demasiado prematuro hasta para un político que está en carrera.
Uno de los mayores talentos de Menem consiste en negar la realidad y en convencer a los demás de que la realidad no existe. Hasta la víspera misma del 27 de abril insistió en que ganaría por amplio margen -"Primera y adentro" era su frase favorita-, y aun ahora, cuando son evidentes los errores de su campaña, insiste en afirmar que "se hizo todo bien".
Esa aptitud para la negación, aplicada al gobierno del país, podría tener consecuencias desastrosas. Recuérdese lo que le pasó a Fernando de la Rúa por no admitir que hubiera muertos el 19 de diciembre de 2001.
Aceptar que la Argentina es ahora un país más pobre y que es preciso encarar el futuro con austeridad, seriedad y transparencia tendrían que ser apelaciones constantes en el discurso de Menem si quiere vencer en la segunda vuelta. Su problema es que la comunidad desencantada crea en la sinceridad de ese discurso.
"La única sabiduría a la que podemos aspirar es la sabiduría de la humildad", escribió Eliot en sus Cuartetos. Sería improbable que esa virtud aparezca entre las que Menem se ha propuesto aprender. Y si en verdad se lo propusiera, el pasado seguiría atestiguando contra él: los fantasmas inmodestos del avión presidencial con peluquería, del helicóptero fastuoso, de la Ferrari, de la pista privada en Anillaco, de sus inclinaciones dionisíacas, comprensibles en cualquier ser humano con una fortuna como la que él tiene, pero difíciles de tolerar en la Argentina herida de estos tiempos.
Kirchner cuenta con la ventaja de un pasado poco ostentoso; Menem debe afrontar la fatalidad de un pasado excesivo. Sin embargo, no sólo esos puntos ya incorregibles -"inmóviles", diría Eliot- decidirán la elección del 18 de mayo.
En abril, los votantes manifestaron su necesidad de otra cosa, su voluntad de cambio, su apuesta por los principios y la buena fe de los candidatos antes que por los aparatos partidarios, desprestigiados y en ruinas. Ahora, elegirán a quien crean más capaz de cumplir con las promesas de la transición. Hay un país que está dejando de ser y otro que empieza. Dentro de cuatro años se sabrá cuál era mejor.