El refinado hábito de hablar en vano
Hay como un millón de refranes, adagios y consejos de vida respecto de saber callarse. Que uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras, por ejemplo. Es verdad. Pero el que sea verdad no significa que sea fácil de aprender. En general, funciona al revés.
–Qué rápido aprende lo malo este mocoso –rezongaba mi abuelo señalando a mi hermano, que de pequeño dejaba al barrio boquiabierto con sus diabluras. Era tan travieso que un día, cuando todavía vivíamos en el campo, mi madre empezó a llamar al benjamín a viva voz, desesperada; que dónde estaba, que dónde se había metido. Hasta que, estupefacto, tuve que decirle: "Mamá, lo tenés en brazos."
Saber callarse es una ciencia ardua. Conversaba por teléfono el otro día con una querida amiga mía, que es bióloga, y en cierto momento observó, sin la menor vergüenza, que de cierto tema no podía opinar, porque no lo había investigado. Admiro a la gente así, y me dejó pensando en que tal vez ahí está la clave de todo el asunto. El opinismo, si me permiten la licencia, se debe a que no queremos admitir nuestra ignorancia. Es, en dos palabras, una charlatanería refinada, y entonces da lo mismo si se habla de economía, de historia del arte, de astrofísica, de sistemas de riego, de álgebra o de polifenoles. Igual se opina, y la persona que se pasó cinco años estudiando y una vida entera ejerciendo y capacitándose se queda sin palabras. ¿Qué responder a un disparate abismal? ¿Cómo explicarle que existen bibliotecas copiosas y esforzados estudios que refutan su simplificación? Resultado: el que habla por hablar cree que tiene razón, tanto como los que asisten al debate, y la ignorancia, el prejuicio y la mediocridad se suman otro punto. Es una encerrona. Y nos pasa demasiado a menudo.
Hace poco, mientras ordenaba papeles, encontré algunos trabajos de mis años de universidad. Uno se denomina Acerca del modificador directo del sustantivo, lo que suena a poco, pero siguen 12 páginas medulosas, y la nota de profesor, que pondera el ejercicio por su originalidad, deja constancia de que a mi teoría "le faltaría un corpus más extenso". Otro se llama Verbos, sustantivos, adjetivos y adverbios como clases sintácticas, y se trata de una gruesa reseña del Esbozo de una nueva gramática de la lengua española de la Real Academia. Eso sí, la nota del profesor observa que "no fui lo bastante exhaustivo". Pues bien, pilas de ensayos de este tenor, y de pronto aparece uno que jamás escribió una línea en su vida y te discute una coma "porque le parece que queda fea". ¿Qué le podés responder?
No, esperen, no recurro aquí al criterio de autoridad, que constituye una falacia. Hasta el más aplicado mete la pata y algunos estudian sin aprender. Pero si solo habláramos de lo que sabemos, el mundo sería un lugar mejor. Debemos aprender a decir no sé. Lo ignoro. No es mi tema. No es mi área. Ni idea. O, como reconoció mi amiga, todavía no lo investigué.
Por supuesto, todo el mundo tiene derecho a opinar. La libertad de expresión es uno de los logros máximos de la civilización. Cualquier sistema político que, con el pretexto que sea, incluso el de apariencia más noble, cercene a los ciudadanos este derecho representa un retroceso nefasto; usualmente, irreversible. Pero eso no significa que todo sea opinable.
Supongan que están de viaje. ¿Recuerdan cuando volábamos en avión? Tiempos más felices, por cierto (y aún así nos quejábamos, pero esa es otra cuestión). Imaginen ahora que, al iniciar el descenso, el capitán anuncia que hay mal tiempo y que le gustaría escuchar la opinión de los pasajeros acerca de cómo aterrizar la aeronave. Exacto. Lo tomarían como una broma de mal gusto. O sentirían pánico.
Cuanto más uno sabe, más sabe que sabe poco. Entonces, con los años, aprende a callarse y se va convirtiendo en alguien que no habla en vano. No es poco. Y charlatanes ya tenemos suficientes.