El triunfo de la democracia
Pese a sus carencias y a la insatisfacción de los ciudadanos, el sistema democrático predomina en la región, aunque enfrenta más conflictos distributivos y una demanda creciente de políticas públicas atentas a la cuestión social
En esta época de bicentenarios, pasa bastante desapercibido el hecho de que el próximo 12 de octubre, se cumplirá el primer centenario desde la asunción al gobierno de Hipólito Yrigoyen, primer presidente argentino elegido por aplicación de la ley Sáenz Peña, norma que estableció el sufragio universal, secreto y obligatorio. No muy universal que digamos, ya que el derecho al voto sólo alcanzó a los ciudadanos argentinos varones, nativos o naturalizados, mayores de 18 años de edad, habitantes de la nación e inscriptos en el padrón electoral. Entre otros, excluyó a las mujeres (que sólo pudieron votar a partir de la reforma constitucional de 1949), a los habitantes de los territorios nacionales, a los sordomudos incapaces de expresarse por escrito, a los religiosos y soldados. O sea, mucho más de la mitad de la población no pudo ejercer este elemental derecho ciudadano.
El balance de la democracia durante los cien años transcurridos no arroja un resultado digno de celebración. Cuando transcurría su segundo gobierno, en 1930, Yrigoyen fue derrocado por un golpe militar, al que siguió el intervalo dictatorial que anticipó la denominada “década infame”, período con elecciones formalmente libres pero fraudulentas. Luego del nuevo golpe militar de 1943, Juan Domingo Perón ganó la presidencia en las elecciones de 1946. Sin embargo, su reelección para un segundo período estuvo rigurosamente controlada. Perón fue derrocado en 1955, luego de otra intervención militar que inició el aciago ciclo de golpes de Estado que impidió a presidentes posteriormente elegidos (Frondizi, Illia, Isabel Perón) completar su mandato.
Se inauguró así una etapa en la que el peronismo estuvo proscripto durante casi dos décadas. Dos nuevas dictaduras militares se sucedieron al iniciarse el último tercio del siglo XX, con un breve interregno democrático, de 1973 a 1975, que marcó el regreso del peronismo al gobierno. Finalmente, después del brutal régimen represor que enlutó a la sociedad argentina entre 1976 y 1983, comenzó el período de democracia electoral más largo de nuestra historia. Desde entonces, año tras año, celebramos la recuperación de la democracia. ¿Pero qué recuperamos? ¿Cuánta democracia tuvimos en el pasado? ¿Qué democracia supimos conseguir? ¿Semidemocracias? ¿Cuasidemocracias?
Parecería que el sustantivo “democracia” necesita ser adjetivado. La academia registra decenas de términos para calificarlas, lo cual demuestra la gran controversia que existe sobre su naturaleza. Gran parte del debate gira en torno a si la democracia debe ser entendida sólo en términos de la vigencia de ciertos “mínimos procedimentales” o si debe incluir otras dimensiones y variables. De los dos atributos planteados por Robert Dahl (participación ciudadana y competencia electoral) pasamos a los ocho propuestos por Diamond y Morlino: 1) imperio de la ley; 2) participación; 3) competencia; 4) accountability vertical; 5) accountability horizontal; 6) libertad; 7) igualdad y 8) capacidad de respuesta del Estado. También se le sumaron variables como género, calidad del medio ambiente y sociedad de la información. Democracia terminó siendo no sólo un concepto polisémico, sino también un híbrido que termina designando un modo deseable de existencia para todos los integrantes de una sociedad.
La coexistencia de regímenes relativamente democráticos en el nivel nacional e importantes bolsones de autoritarismo en el nivel subnacional, como ocurre con varias provincias argentinas de conspicua tradición patrimonialista agrega aún mayor complejidad. ¿Cómo calificar esta combinación? También podríamos preguntarnos si puede existir democracia con ciudadanos no democráticos. ¿Cuál es el nivel de cultura cívica de nuestros ciudadanos? ¿Cuán dispuestos, están, a participar en la vida pública? Al ciudadano argentino, ¿le da igual vivir bajo un régimen autoritario o un régimen democrático? ¿Cuántos creen que la democracia puede funcionar sin Congreso o sin partidos políticos? Nuestras investigaciones sugieren que hay poblaciones en nuestro país donde los ciudadanos son “más” democráticos que en otras. Y esa “calidad” varía según edades, nivel socioeconómico, momento del ciclo económico, lugar de residencia, grado de arraigo de la población, tamaño del municipio donde habitan o partido político en el poder.
Definitivamente, el desarrollo de la democracia, en este último siglo, está lejos de satisfacer los requisitos con que la literatura ha venido engrosando el concepto. Pero, comparativamente, la experiencia de América latina y el Caribe no ha sido mejor. Al contrario. Desde 1902 hasta comienzos del siglo XXI, hubo en 25 países de la región un total de 327 golpes de Estado documentados. Algunos impusieron largas dictaduras; otros duraron pocos días, como en los repetidos golpes en Bolivia, país que registró el mayor número en toda la región: 56.
Siete naciones (Venezuela, Paraguay, Guatemala, Nicaragua, Brasil, Argentina y Bolivia) pasaron varias décadas del siglo XX bajo regímenes militares. En los únicos casos donde los ejércitos fueron derrotados y sustituidos temporalmente por milicias revolucionarias o formas irregulares de organización militar, están México (1910), Bolivia (1952), Cuba (1959) y Nicaragua (1979). Países, como Paraguay, Guatemala o Haití, recién conocieron en los últimos 20 años del siglo (o redescubrieron después de décadas) el voto y la libertad de expresión, aunque con libertades recortadas recurrentemente. Los países donde las democracias han durado más en el siglo XX son: Chile, Uruguay, Colombia, Venezuela (segunda mitad) y Costa Rica. Contra lo que se cree, la Argentina es uno de los países con menos golpes (ocho desde el de 1930 hasta el último del coronel Seineldín en diciembre de 1991).
En un siglo caracterizado por tal profusión de golpes militares, es ineludible mencionar lo que muchos consideran un golpe civil o parlamentario, al calificar así a la destitución de Dilma Rousseff luego de un juicio político ajustado a las normas constitucionales. Es muy probable que en otro contexto y momento político, los cargos contra la presidenta electa jamás habrían generado un proceso de este tipo, lo cual invita a reflexionar acerca de si las propias reglas de la democracia pueden ser utilizadas para torcer la voluntad popular.
La democracia es hoy la forma mayoritaria de gobierno en la región, pese a la heterogeneidad de sus formas, contradicciones y carencias. Paradójicamente, América latina es también la única región del mundo que combina regímenes democráticos en casi todas partes con la distribución del ingreso más desigual del planeta, altos niveles de corrupción y las tasas de homicidio más elevadas del mundo. En ninguna otra parte la democracia presenta esta inédita combinación que repercute en su calidad.
Más de la mitad de los ciudadanos apoya la democracia, pero menos de la mitad está satisfecha con su funcionamiento. Hay una demanda creciente de mayor transparencia, mejor liderazgo y políticas públicas que resuelvan los problemas de una agenda social recargada. Pero las perspectivas de crecimiento económico ya no son las típicas de la “década ganada” en que la región crecía en promedio, 5% y 6%, con creciente equidad social. Es probable que los conflictos distributivos se agudicen, con movilizaciones que tal vez no pongan en riesgo la continuidad democrática, pero tornen más compleja la gobernabilidad. Bajo tales condiciones, la democracia deberá garantizar no sólo su legitimidad de origen, sino también su legitimidad de ejercicio, a través de la capacidad demostrada de gobiernos abiertos, dispuestos a alentar la deliberación ciudadana en la búsqueda de mejores soluciones a los problemas estructurales de sociedades cada vez más exigentes. Ésta es la agenda del próximo centenario.
Investigador superior del Conicet