El valor de la palabra en la vida pública
La palabra tiene un valor fundamental en la vida pública. Crea y transforma la realidad, de allí el consejo clásico de hablar lo indispensable y pensar bien antes de hacerlo; de manejar la expresión y el silencio con sentido de oportunidad.
El desafío de la política es que se trata precisamente de hablar, del uso constante del lenguaje y la simbología. A fin de cuentas es el arte de la persuasión, por lo que la palabra es la herramienta por excelencia para el pensamiento y la acción en la vida política.
Desde esa óptica, la palabra tiene rango de institución fundamental en el sistema, el vector que lo une todo y lo atraviesa. Cuando una persona ocupa transitoriamente un cargo público y habla, no lo hace en nombre propio sino por cuenta y orden de lo que representa. Saber cómo y cuándo hablar se convierte de un acto sabio en un deber, que toma aún más peso en un mundo donde la tecnología amplifica el alcance de la comunicación a velocidad de vértigo.
Lo dicho aplica a la contracara de la palabra, el silencio. Si hablar mucho es peligroso, callar siempre presenta riesgos. Sea por aquello de que el que calla otorga, o porque el mono no habla porque no tiene nada para decir. Hay veces que toca hablar, fuerte y claro, para evitar el vacío, tan desaconsejable para el poder.
Una causa central de la degradación argentina es la pérdida de valor de la palabra en la vida pública. Es un síntoma de larga data que se ha acentuado hasta apologéticamente en los últimos dos años. En la extraña trilogía del poder político actual, unos hablan mucho, contradictoriamente y en vano; otros callan, cuando debieran dar explicaciones; otros tergiversan sin anestesia. Tres semblantes de un mismo rostro, que hace caso omiso del pasado documentado y honor al viejo apotegma “piensa mal y acertarás”.
Al triste marco se suma una nueva operación semiótica, que ha alternado las misivas rimbombantes con largos períodos de silencio atronador que no renuncia. Marcha, se fotografía, pero no renuncia. Extraño modo de expresar el desacuerdo con la política oficial y el acuerdo con la caja oficial, los fueros y otros resortes de resguardo.
Todo cierra, desde el exterior, con la puesta entre paréntesis del país, que quedó suspendido en el tiempo. No es de extrañar: pocos confían en nuestra palabra. Prefieren firmar algo, aunque incumplible, a la espera de que venga el siguiente con quien se pueda hablar en serio.
El problema es que mientras siguen haciendo uso y abuso de la palabra, las fuerzas reprimidas se van acumulando y prometen acelerar. Parafraseando a Borges en “El Golem”, si el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de mentira está toda la mentira, que contiene la raíz de la decadencia institucional argentina. No solo la autoridad hace la ley; falta la verdad, y el buen uso de la palabra, que hacen la legitimidad. Esta es la base del gran cambio cultural pendiente, que depende de todos.