Fracaso y relato, conceptos antagónicos
“Esto sabe a mierda”, exclamó el ministro de Industria mientras escupía el líquido que en forma ceremoniosa le habían dado a probar. Más tarde se corrigió, pero las cosas no cambiaron demasiado: dijo que en realidad el sabor era a cucarachas. Resultó un veredicto inapelable. El ministro de Industria no era otro que el Che Guevara. Y la bebida, gaseosa, un primer intento de producir Coca Cola cubana, no hace falta aclarar que fallido.
La idea, pensaría cualquiera, era sustituir a la Coca Cola imperialista por una versión revolucionaria. Apoderarse de un emblema. Pero en este audaz emprendimiento, cuya riqueza polifacética alguna vez atrajo la pluma de Gabriel García Márquez, mandaban urgencias menos metafóricas: a la Revolución le estaba faltando uno de los dos ingredientes del cubalibre, no precisamente el ron.
Sobraban de los tiempos de Batista botellas vacías de Coca Cola (a cuyo diseño el Che le atribuiría el peso del símbolo capitalista, no obstante lo cual acabarían rellenadas con bebidas caribeñas de elaboración menos exigente). La denominación cubalibre podría aludir tanto a una barbada consigna de fin de los cincuenta como a un clamor anticastrista de la semana pasada, pero en verdad el origen se remonta a 1901. Parece que durante la guerra hispano-estadounidense a un soldado norteamericano acodado en un bar de La Habana se le ocurrió completar su medida de ron Baccardi con Coca Cola hasta arriba del vaso y ponerle hielo, tras lo cual incitó a sus camaradas a replicar la mezcla y brindar por lo que desde entonces sería el nombre del trago.
No es mi intención desgranar evocaciones en cascada aunque falta decir que aquella guerra entre España y Estados Unidos no sólo nos legó el cubalibre. También, se podría decir, las fake news, hoy casi tan populares como las redes que las trafican. En la fake news, digamos, embrionaria primaba para el mentor, William Randolph Hearst, dueño, entre muchos otros, del New York Journal, un llano objetivo mercantilista: vender más diarios. Diarios del estilo amarillista, que en gran parte también se lo debemos a este editor retratado por Orson Welles en El Ciudadano. En 1898, cuando explotó el acorazado Maine en el puerto de La Habana, Hearst agigantó una supuesta culpa de España y empujó al presidente William McKinley a ir a la guerra.
Sin perjuicio de que tuviera ulteriores beneficios colaterales, esta especie de fake news aplicada por lo menos ahorraba la frustración tan corriente en la era digital de recalentarnos el cerebro tratando de entender a quiénes se les ocurren y con qué propósitos las noticias incendiarias a base de sucesos que nunca sucedieron. Lo más probable es que ni antes ni después de descubrirse cada mentira los millones de desprevenidos que las retituitean con pulgares emancipados o las multiplican en whatsapps casi pavlovianos sepan quién fue el agazapado Hearst de turno. Mucho menos, qué pretendía.
"Fue una de las pocas veces que la Revolución Cubana, uno de los fenómenos más inspiradores del siglo XX, expuso un fracaso en forma descarnada."
¿Son los malvados medios? ¿Mentes extraviadas? ¿Grupos poderosos? ¿Gobiernos? Un gobierno puede truchar datos, cometer falsificación estadística, inaugurar obras inconclusas. Créase o no.
Todo esto atañe al inasible mundo del relato. No el relato literario sino el que la literatura le prestó a la política para que los gobiernos colaran sus acciones más indigestas, manipularan los sueños colectivos, desparramaran ideología sin decir ideología, enmascararan incoherencias, embellecieran todas las fealdades que el poder conlleva o elevaran la terminación de un cordón cuneta a las alturas de una epopeya. Sin prestar atención a las dosis ni al grado de adicción del usuario de relatos, en algún refinado cenáculo académico acaso se diría que el relato es una herramienta esencial de la comunicación política.
¿Y la Coca Cola que desaprobó el Che? Lo interesante de esa historia es la singularidad. Fue una de las pocas veces que la Revolución Cubana, uno de los fenómenos más inspiradores del siglo XX, expuso un fracaso en forma descarnada. Exhibió, de manera brutal, una verdad en estado puro. Tan cruda como políticamente onerosa: a Cuba, que la apreciaba, la Coca Cola auténtica le resultaba inalcanzable.
Fracaso tal vez sea una palabra demasiado robusta. Sin embargo, el diccionario la describe de forma simple: “resultado adverso en una cosa que se esperaba sucediese bien”.
Es cierto que estamos frente a un problema para el que no existe abundante bibliografía: ¿cómo deberían abordar sus fracasos los gobiernos abonados a relatos de alta perduración y baja consistencia, productores de medias verdades, discursos superpuestos, contradicciones, zigzags desconcertantes? Un camino más o menos transitado consiste en hablar de errores, no de fracasos. Cometer errores suena humano, vital, ordinario, aunque a ningún gobernante se le recomendaría decir, por ejemplo, algo así: “haber llevado al país a este desastre fue un error, los argentinos y las argentinas sepan disculparnos”.
El dilema habilita salidas precarias: “en una de esas habremos (no hemos, habremos) cometido algún (no algunos, algún) error; pero no volverá a ocurrir, de eso estamos seguros”.
La imprecisión tiene una ventaja, permite cometer errores nuevos y mezclarlos con los viejos. Pero aun en medio de una épica deslumbrante hay un punto en el que a la Coca Cola original mal copiada, lo enseñó el Che, no se la puede pasar por buena.