Hacia una mayor transparencia política
Mientras que no se logren despejar las sospechas acerca del financiamiento de los partidos será difícil que las instituciones de la democracia gocen de elevados índices de credibilidad.
El país necesita avanzar con paso firme hacia el restablecimiento de la confianza interna y externa en la transparencia de los comportamientos de la dirigencia política, afectada por las denuncias sobre las irregularidades producidas en el Senado.
Mientras no se logre despejar las sospechas acerca de que el financiamiento de la política encubre vicios y anomalías -un problema que no es privativo de la Argentina, por cierto, como lo demuestra día tras día la información que llega del exterior- será difícil que las instituciones de la democracia gocen, como debe ser, de los más altos índices de credibilidad pública.
El proyecto de ley de reforma política que el Gobierno ha anunciado constituye un paso positivo en la dirección correcta. La iniciativa -que el presidente Fernando de la Rúa y el ministro del Interior,Federico Storani, hicieron conocer días atrás- responde al propósito de regular el flujo de aportes públicos y privados hacia los partidos políticos. Se imponen severas prohibiciones en lo que concierne a las donaciones que el sector privado puede hacer a las agrupaciones partidarias y, entre otras exigencias, se establece que los partidos deberán tener una cuenta bancaria única abierta en el Banco de la Nación. Además, se limita la duración de las campañas electorales, con restricciones expresas para la difusión de publicidad por televisión.
Sin dejar de reconocer que el proyecto significa un avance hacia un sistema de financiamiento más confiable, resulta importante señalar que para lograr una completa transparencia será necesario encarar también, tarde o temprano, un cambio de conductas sustancial en lo concerniente al uso de los fondos secretos o reservados que algunos organismos del Estado están autorizados a manejar. Existen sospechas muy fuertes de que ésa ha sido, en los últimos diez años, una de las fuentes habituales de financiamiento espurio de la política.
La existencia de fondos ocultos o reservados no es compatible, en principio, con la publicidad de los actos de gobierno que preconiza el sistema republicano. Sólo por excepción, en circunstancias especialísimas, se puede aceptar un mecanismo legal que oculte al auténtico soberano -el pueblo de la Nación- el destino de los dineros públicos.
Por eso las leyes han encomendado el manejo de esa clase de fondos a las más altas magistraturas de la República, a las que se supone poseedoras de virtudes inherentes a las investiduras que ejercen. Lo que de ningún modo puede desconocerse es que se trata de fondos estatales, destinados a servir al país. Que esos recursos hayan aparecido en algunos casos incorporados a cuentas personales o considerados como verdaderas sobreasignaciones salariales resulta un verdadero escándalo.
Es cierto que el movimiento de los fondos reservados, por la naturaleza de su destino o inversión, no se hace conocer públicamente. Se rinde cuenta de su manejo de manera global y resulta suficiente, para acreditar la legalidad del uso que se ha hecho de esos recursos, la firma del ministro o responsable del área, sin requerirse otro comprobante respaldatorio del destino de la erogación.
Es decir, la discrecionalidad en la utilización de esos dineros pasa a ser casi total y la determinación de su inversión se torna prácticamente improbable. Pero es obvio que a esa mayor discrecionalidad debe corresponder una mayor responsabilidad moral. Duele saber que en muchos casos, en los últimos diez años, no se hizo honor a esa responsabilidad.
En diferentes momentos de nuestra historia política -por ejemplo, en normas dictadas en 1955, antes y después del derrocamiento de Perón- se dieron pasos concretos para establecer sistemas de control sobre el uso de los llamados fondos reservados. Si bien su implementación resultó difícil, existieron pautas legales que reflejaban una intención de fiscalizar el destino de esos recursos por vía contable y normas que limitaban claramente el acceso a esos fondos a los organismos que tenían vinculación directa con el mantenimiento de la seguridad del Estado.
En años más recientes se dictaron normas jurídicas que hicieron más laxo y débil el régimen de control, lo que abrió el camino a excesos inadmisibles: por ejemplo, a que miembros de uno de los poderes del Estado hayan pretendido justificar su evolución patrimonial con la incorporación de dineros provenientes de esos fondos.
Es imprescindible una revisión legal que permita evitar esa apropiación ilegal de recursos públicos sin desnaturalizar por ello la necesaria reserva de ciertos movimientos de dinero atinentes a razones estratégicas de Estado.
También debería estudiarse la incorporación de la figura penal del arrepentido a los casos de corrupción en la administración pública. Esa figura no debe ser usada sólo para combatir el terrorismo o la drogadicción: debe servir también para poner al descubierto los casos en que se desvían fondos públicos en beneficio de intereses particulares.
La lucha contra la corrupción debe ocupar un lugar central en el esfuerzo por sanear la política y despejar toda duda sobre la legitimidad de su financiamiento. El proyecto de reforma anunciado por el Poder Ejecutivo -al que la opinión ciudadana debe dar su bienvenida- debería complementarse con estos otros pasos dirigidos a garantizar la plena transparencia del sistema.