Hagamos las paces con el deseo
El humorista estadounidense Fred Allen lo dijo mejor que nadie: “Una celebridad es una persona que trabaja toda su vida para volverse famosa, y cuando lo logra usa gafas oscuras para que no la reconozcan”. Desde que leí esta frase aguda y levemente sarcástica, en mis veintes, la uso para explicar algo que bien podría calificarse como una filosofía de vida. O como una regla práctica. Tengo varias, creo que ya les había contado. Por ejemplo, que en una organización todo el mundo sabe todo. Aunque no lo confiesen, aunque no lo hagan explícito, todo el mundo sabe todo.
Otra de mis reglas es que no importa en qué fila del supermercado te pongas, siempre vas a tardar lo mismo. Lo tengo científicamente comprobado. Si te ponés donde solo hay una persona, la caja registradora va a trabarse, el POS no va a leer la tarjeta de crédito o el cliente se habrá olvidado de pesar los zapallitos. No falla.
Algún día voy a poner todos estos preceptos en un volumen, porque me han facilitado muchísimo la existencia. Acá va otra regla, engañosamente simple: decir la verdad. Parece fácil, pero no. Por donde se lo mire vivimos en un mundo que recompensa al hipócrita. Aun así, se gana una enormidad de tiempo al no tener que estar memorizando embustes, engaños y adulaciones varias. Pueden considerar mi sinceridad, a veces brutal, como una forma de ahorrar energía.
Pero vuelvo a las celebridades. Una de esas reglas que respeto a rajatabla es la de no pretender cosas incompatibles. Parece una tautología, pero miren alrededor. Encontrarán toneladas de ejemplos; hay algo en nuestra naturaleza que nos hace desear cosas que se excluyen mutuamente. De allí el epigrama del gran Allen.
Sobre mi escritorio hay una pila de cuadernos de los que se usaban en la escuela en mi infancia; esos de tapa dura y hojas cosidas. Están llenos de la letra infantil de un chico que a los 10 años se enamoró de la escritura y se puso a redactar su primera novela. No tenía idea de todo esto; solo estaba jugando. Pero la pila de cuadernos está ahí por algo. En ocasiones, cuando la carga de trabajo se vuelve abrumadora y la voluntad flaquea (algo bastante normal al preparar un libro), miro los cuadernos y me digo: “Torres, ¿vos querías escribir? Fantástico, entonces escribí y dejá de quejarte.”
O, como lo puso Kurt Vonnegut: “Somos lo que pretendemos ser, así que debemos tener cuidado con lo que pretendemos ser”. Expresado con menos cadencia, pero de tal forma que no quede lugar para dudas: todo deseo tiene un costo.
Durante muchos años viví solo. Una noche, ya tarde, mientras tomaba un café en el diario con un colega, luego de un cierre particularmente satisfactorio, me largó: “Qué suerte vos, que te podés ir a tu casa a la hora que quieras y no tenés que darle explicaciones a nadie”. Como no era la primera vez que me hacían esta observación disparatada, le respondí: “Sí, pero tampoco hay nadie esperándome”. Nos miramos unos instantes, y entonces comprendió que su familia era un tesoro, como lo es la mía hoy, y que no es posible tener una familia y a la vez hacer como que no la tenés.
Las celebridades y las familias, como antes los supermercados, son metáforas. Cometemos este error todo el tiempo. Queremos seguir nuestro corazón, pero sin sobresaltos. Queremos ser emprendedores, pero trabajar de 9 a 18. Queremos un gato, pero que no arañe los muebles y no mastique el Syngonium. Queremos un ejecutivo innovador, pero, eso sí, de temperamento sedoso. Queremos vivir en contacto con la naturaleza, pero sin hormigas, arañas o grillos topo.
Seríamos bastante más felices o, como mínimo, no resultaríamos un fastidio para los demás, si hiciéramos las paces con lo que deseamos. Sobre todo si resulta que hemos llegado a conseguirlo, tras mucho esfuerzo, mucho desvelo y una cuota no menor de suerte.










