Hay que dejar atrás los subsidios al consumo
Sin descuidar a los sectores más desprotegidos, resulta necesario revertir la práctica populista de subsidiar consumos para recrear en el país condiciones favorables a la radicación de empresas y la reactivación de la economía
Durante la primera etapa del kirchnerismo, las excepcionales condiciones internaciones se aprovecharon para exacerbar el consumo en lugar de sentar las bases para un crecimiento sólido e inclusivo. En la segunda etapa, el boom del consumismo se sustentó en los fabulosos subsidios que recalentaron el mercado interno -electoralmente, el consumismo paga- pero hipotecaron las posibilidades de desarrollo y la generación de nuevo empleo.
Esas políticas favorecieron a una parte de la sociedad, pero otra parte (el 32% de pobres que desnudó el Indec) resultó la gran perdedora.
Para comenzar a revertir esa injusticia hay que desmantelar la maraña de subsidios (sin desatender las necesidades acuciantes de los sectores más desprotegidos), y eso supone afectar intereses arraigados y el nivel de consumo, lo que implica un costo político grande para la nueva administración. Éste es el dilema que hoy enfrenta el Gobierno.
Cuando un bien cuesta 10, es un contrasentido venderlo a 5 o 6. Ese faltante puede suplirlo el Estado vía subsidios, pero los recursos que utiliza son fondos que no se destinan a hospitales, escuelas o viviendas.
En Uruguay, por ejemplo, la luz y el agua son suministrados por empresas públicas (UTE y OSE). Sin embargo, el gobierno socialista del Frente Amplio no hace política con los servicios públicos y los vende a lo que valen. En cambio, en esta orilla del Plata, el Estado ha subsidiado esos consumos para que un sector de los argentinos pueda destinar esa diferencia a la cuota para comprarse o cambiar el auto, adquirir un televisor de plasma o viajar al exterior.
Al pretender reducir esos subsidios para llevar adelante una política que contemple las necesidades de los excluidos, se afecta seriamente a un importante sector del consumo, que se verá privado de cara al futuro de esos bienes que le daban la ilusión del progreso social. También impacta en las empresas y el empleo que la demanda de esos bienes generaba.
Para desmantelar la política de subsidios vale la pena recordar cómo se gestó.
Al inicio del proceso, luego de la crisis del 2001, no fue necesario el aporte público, ya que al subsidio lo otorgaron de manera compulsiva las empresas concesionarias por imposición del Estado, violando los contratos al amparo de la excepcionalidad de las circunstancias. Las empresas, que habían invertido en la modernización y la ampliación del parque generador y las redes de distribución en el marco de las reformas aplicadas en la década de los 90, financiaron el consumo desde 2002 hasta que perdieron su capital. Así, las casas matrices debieron asumir el brutal quebranto de los créditos impagables de la operación argentina. Sin perspectivas, se fueron todas del país. Para justificar el expolio, esas empresas fueron acusadas desde el poder de ser piratas que vinieron a esquilmar el país.
Buscando el aval del empresariado para el atropello, el gobierno kirchnerista orquestó que las empresas y las concesiones despojadas se repartieran a precio de ganga entre inversores locales, con el compromiso de suministrarles desde el Estado los fondos para mantener operativas las compañías. Al depender los nuevos inversores de esos aportes, se compraba así su silencio. Este esquema permitía continuar con los servicios, pero no preveía inversiones para modernizar o ampliar los parques y las redes. Para mantenimiento sólo se contemplaba lo mínimo indispensable.
Así, con la obsolescencia del sistema, la inflación y el gran consumo, esos aportes fueron in crescendo hasta el absurdo de estos años.
En los años 80 las empresas públicas eran una calamidad para los usuarios y unas sanguijuelas del erario público. Por eso en los 90 se convocó al capital privado con tres objetivos: 1) reducir el gasto público; 2) recaudar fondos con la venta de empresas y concesiones; 3) mejorar las prestaciones y expandir los servicios. La inversión inicial fue colosal. Si bien se trataba en su mayoría de empresas extranjeras, las inversiones eran también patrimonio social de los argentinos, ya que fuimos nosotros quienes gozamos de servicios de calidad gracias a ellas. Esto remarca el papel social de la inversión y el capital privado.
Tan importante fue la inversión hecha entonces que el sistema aguantó más de 16 años. Casi un milagro. Sin rentabilidad, ninguna inversión significativa se ha hecho desde entonces.
Hoy no hay capacidad energética para que puedan instalarse nuevas empresas. Pero esto no puede corregirse en un solo acto. Deberá hacerse en un proceso gradual.
Ante el colapso de todos los sistemas, hoy se hace evidente que la Argentina dilapidó todo ese patrimonio. Del mismo modo que dilapidó el capital colectivo que implica tener buenos hospitales, escuelas, moderna infraestructura y viviendas para todos. Paradójicamente, lo hizo en el período de mayor bonanza internacional de nuestra historia moderna. Para peor, buena parte de lo poco que se destinó a inversión pública se lo robaron en el camino dejando las obras inconclusas.
Es cierto que se generó bienestar y se vivió un clima de abundancia, cuyo derrame alcanzó a mucha gente. Pero también es cierto que el capital social de los argentinos se canjeó por autos, televisores y viajes para un sector de la sociedad. Nunca en la historia argentina se vendieron tantos autos y electrónica como en los años recientes.
Aquellos que no pueden viajar ni comprarse un auto perdieron tremendamente ante el deterioro del capital social de uso cotidiano, que le es fundamental para su ascenso social.
Hay argentinos que ganaron (visto en términos de presente, no de largo plazo), y otros que perdieron. Y los que perdieron, como fue algo gradual y al compás de la música populista, perdieron sin darse cuenta. O peor aún, creyendo que ganaban. La limosna -disfrazada de generoso subsidio- que les fue concedida para comprar sus voluntades les sabía a victoria. Y eso se reflejó en su fidelidad electoral al kirchnerismo.
Si el objetivo es hoy tratar de integrar a ese sector marginado, urge revertir el modelo y comenzar de nuevo a construir capital social, que no comprende sólo los activos y propiedades públicas, sino también a las empresas que puedan constituirse o instalarse en el país. Con ese fin se hizo el reciente foro internacional de negocios en Buenos Aires.
Tener empresas y fábricas modernas que paguen sus impuestos y salarios de calidad, ¿no es acaso un beneficio para todos los argentinos?
Las grandes empresas de Suecia (Volvo, Electrolux, Ikea, Ericsson, Scania) pertenecen a inversores privados, pero también son patrimonio de los suecos, que deben a ellas (a través de los salarios altos e impuesto que pagan) buena parte del extraordinario nivel de vida de que gozan.
Hay que recrear en el país las condiciones favorables para que este tipo de empresas puedan radicarse en nuestro medio. Para eso es esencial bajar la presión impositiva, estabilizar los precios y mejorar la productividad laboral.
Más importante aún, esto permitirá que el extraordinario talento innato de los argentinos (demostrado por aquellos que casi con nada crearon empresas del sector de tecnología que hoy valen fortunas en la bolsa de Nueva York) y la gran vocación por el emprendedorismo, pueda plasmarse en cientos, miles de nuevas empresas que en paralelo al camino de su éxito les brinden bienestar a todos los argentinos.
Empresario y licenciado en Ciencia Política