Illia, un sabio tranquilo
A fines de septiembre de 1963, cuando el dificilísimo gobierno provisional de José María Guido -menos recordado de lo que merece- llegaba a su fin, y ya había sido elegido presidente Arturo Illia, las autoridades salientes hicieron llegar a las proclamadas el ofrecimiento de realizar una devaluación moderada del peso, en la inteligencia de que eso facilitaría la continuidad económica.
La oferta la conocimos en la redacción económica de El Cronista Comercial, informada por los allegados al presidente del Banco Central, Otero Monsegur. En la filosofía de la época, la consideramos una buena propuesta y así se difundió en el "mercado", de modo que muchos tomaron posiciones ganadoras a favor de la devaluación.
Al pasar los días, el equipo económico radical, encabezado por Eugenio Blanco, como ministro nominado de Economía, y Félix Elizalde, como titular del Banco Central, se limitó a escuchar el asunto, sin emitir opinión. Y los jóvenes economistas de aquel tiempo pensamos que los electos desperdiciaban una oportunidad, anticipando el estilo "tortuga" que se les achacaría después.
Arturo Illia y Carlos Perette asumieron el gobierno el 12 de octubre, la fecha histórica de tal ceremonia. Pocas horas después, el peso empezaba a revaluarse, contrariando lo esperado y descorriendo el velo del silencio ante la propuesta devaluacionista.
Con aquel movimiento cambiario no sólo se quebró la toma de ganancias de los especuladores, sino que se pusieron en marcha las dos grandes líneas de la política económica del presidente: fortalecer el mercado interno -la revaluación lo hacía- y pagar todo lo que se pudiera de la deuda externa, abaratada por la misma revaluación. Al final de esa presidencia, 32 meses después, la economía había crecido vigorosamente, los salarios se habían tonificado, la deuda externa se había reducido en un tercio y la inflación bajaba a un dígito anual.
En junio de 1966, hace ahora medio siglo, los rumores de golpe militar campeaban por todas partes. Parecía un juego de ruleta rusa, como si a pocos les importaran la vigencia irrestricta de las libertades, la bonanza económica y el esfuerzo del gobierno constitucional por habilitar la legitimidad política del peronismo.
Nominado ya, con el resplandor de la impunidad, el general Juan Carlos Onganía como futuro presidente de facto, Rafael Perrota, nuestro director en el diario, gestionó una reunión confidencial con él, preocupado por conocer el rumbo que tomaría la economía en el gobierno militar. Onganía le explicó con su proverbial aplomo: "Voy a gobernar con las encíclicas papales". Cuando "el dire" nos trajo esa respuesta a la rueda de la redacción económica, nos pellizcamos.
Siete años después, al terminar turbulentamente aquel gobierno de la "Revolución Argentina", la economía estaba desvencijada, la queja social era fortísima , la inflación galopaba a dos dígitos, la deuda externa se había cuadruplicado respecto del monto que dejó Illia y era, así, la nueva manea financiera de la prosperidad argentina.
A comienzos de 1974, Arturo Illia fue invitado a una reunión de ex presidentes y presidentes latinoamericanos en Caracas. Tuve la suerte de acompañarlo como representante de los empresarios argentinos. El viaje y la convivencia en las reuniones en Venezuela me dieron muchas facilidades para charlar con el gran viejo. Lo vi siempre atento y como descansado, participando de todas las deliberaciones. Y, genio y figura, luciendo siempre un mismo trajecito gris plomo que tenía en el frente un remiendo pequeño, pero muy visible.
Este detalle vestimental dio lugar a un episodio jocoso. La secretaria de Fedecámaras, la organización empresaria venezolana que coauspiciaba el encuentro, me dijo en un aparte: "Yo tenía entendido que los argentinos eran elegantes, pero ahora veo que estoy equivocada". Pinchado por la sorpresa, le pregunté de dónde sacaba esa conclusión. Y la bella señora me aclaró: "Los dos argentinos más importantes que conozco son el presidente Illia y el señor Borges".
Al final de las conversaciones, se organizó una conferencia de prensa donde Illia sería la figura central. Contestó muchas preguntas de menor valía, como suele suceder en esas kermeses. Pero sobre el cierre un periodista colombiano lo consultó sobre las perspectivas y el futuro de la integración latinoamericana, tema de moda en ese tiempo. Nuestro ex presidente, con su tono de sabio tranquilo, sentenció: "No hay integración con gobiernos de facto. La integración sólo la pueden hacer los pueblos". En nuestros días, parece ser ésta la doctrina continental.
Economista, historiador, periodista