La adolescencia en el mundo
En un informe recientemente presentado por el Fondo de Población de las Naciones Unidas se destaca como cuestión de especial relieve que, de los 6300 millones de habitantes de nuestro planeta, la mitad son menores de 25 años y el 20% son adolescentes comprendidos entre las edades de 10 a 19 años. Estos datos permiten avizorar la gravitación positiva que pueden llegar a tener los jóvenes en el espacio mundial, siempre que la sociedad adulta cumpla con sus responsabilidades, tanto en cuanto al cuidado de la salud y de la educación, como de las oportunidades de trabajo y el reconocimiento de los derechos de la minoridad.
Sin duda, enunciados tan generales referidos a la población mundial, a la vez que descubren la magnitud de los problemas por encarar, también nos pueden confundir en cuanto a una uniformidad de realidades que no son tales. Es bien sabido que, en términos demográficos, existen dos situaciones extremas. Una es la que se registra en los países de alto desarrollo, en los cuales la llamada pirámide de población no se cumple y se ha transformado en una urna funeraria debido a la reducción de los nacimientos y a la prolongación de la vida de las generaciones mayores. Es el caso de las naciones que están envejeciendo dramáticamente; por ejemplo, Alemania.
Otra es la realidad que se observa en los países en vías de desarrollo en los cuales el cuadro anterior se invierte, ya que la natalidad es todavía comparativamente alta -aunque muestra una tendencia hacia una gradual reducción- y hay menor dependencia de las generaciones que no se hallan en actividad. De ahí que este particular momento se presenta para esas naciones como una ocasión formidable para incrementar su desarrollo social y económico, a partir de la ventaja de contar con un elevado potencial juvenil.
Todo el informe del Fondo de Población implica un severo compromiso mundial que haga posible un futuro esperanzado. De no hacerlo, la alternativa es más que preocupante, pues sólo se pueden prever mayores conflictos, reclamos y violencia. Para que éste no sea el desenlace, es menester atacar vigorosamente las barreras que obstruyen las mejores perspectivas de la minoridad y de la juventud; entre ellas están el desempleo y su secuela frecuente, la indigencia; la exclusión social determinada por la falta de alfabetización y de capacitación educativa; el avance del sida y la ausencia de información sobre la vida sexual y reproductiva, con sus consecuencias conocidas, tales como embarazos precoces no deseados, abortos, mortalidad infantil y de madres jóvenes.
Al percibir este panorama de posibilidades y, también, de riesgos latentes, en el escenario global, la atención pública espontáneamente se vuelve sobre nuestro propio país, a pesar de que el informe no se refiere especialmente a ninguna nación. Es válido señalar aquí que el cuadro de nuestra realidad difiere de los extremos antes descriptos. Así, por su baja natalidad y su progresivo envejecimiento, nuestra nación se asemeja a los países de alto desarrollo, aunque no lo sea. En cambio, pesan entre nosotros como síntomas del deterioro en que hemos caído, el inquietante número de menores de 14 años que viven en los estratos de la pobreza o de la indigencia o bien la dilatada franja de adolescentes y jóvenes que no estudia ni trabaja (aproximadamente un tercio del total).
Esta breve alusión a nuestra realidad, nos revela descarnadamente la grande y urgente tarea que el país necesita afrontar para que sea factible un porvenir mejor.