La Argentina, entre el socialismo "humanista" y el capitalismo "salvaje"
En 2019, el país deberá optar por el modelo que hizo crecer a Chile o por el que empobreció a Venezuela
Los países de América Latina se articulan en torno a dos modelos extremos: el que devino en "socialismo humanista" en repulsa a la asquerosa corruptela de la política tradicional venezolana, bajo la conducción del exmilitar Hugo Chávez desde fines del siglo pasado (luego socialismo bolivariano o socialismo del siglo XXI). En el otro extremo, el modelo que se manifiesta con mayor nitidez en Chile que en ningún otro país de la región, y que la izquierda, vastos sectores de la opinión pública y hasta líderes religiosos califican como "capitalismo salvaje". Las piedras basales de este modelo fueron sentadas por una de las dictaduras más crueles de América del Sur, pero ni gobiernos de cuño socialista se animaron luego a revertirlo.
La Argentina se encuentra en un momento "bisagra" de su historia. Y la pregunta que surge es hacia cuál de estos dos paradigmas se va a inclinar -lo cual no quiere decir que vaya a llegar a los extremos de alguna de estas experiencias-. El proceso muy probablemente se dilucide el año próximo, ya que en 2019 se conjugarán dos fenómenos que serán decisivos en la vida del país: las elecciones que abrirán el paso a una renovación de autoridades y el fin de la capacidad de endeudamiento externo como instrumento para sostener un nivel de gasto colectivo que excede ampliamente el valor de los bienes y servicios que genera el país.
En 2016, el país necesitó casi 50.000 millones de dólares en préstamos para equilibrar sus cuentas -mejor dicho, para atenuar los desequilibrios-. En 2017 -y con blanqueo de por medio- precisó una suma equivalente. Y este año, el Gobierno tuvo que recurrir como solución límite al FMI -consciente del costo político que eso implica-, a fin de asegurarse los 50.000 millones de dólares que, supone, le permitirán cabalgar -¿otro pecado de optimismo?- hasta las elecciones de octubre del año venidero.
Los analistas coinciden en que este préstamo es el último salvavidas que le puede brindar el mundo a la Argentina. ¿Qué sucederá a partir de entonces? ¿Cómo reaccionará la sociedad argentina cuando se vea privada de ese colosal flujo de recursos de 50.000 millones de dólares anuales? ¿Cuál será el nivel de restricción que impondrá ese faltante?
Si ante esa carencia, el país optara, ya sin recursos de ningún tipo, por el camino del "socialismo humanista" y propiciara un distributismo que termine de sepultar cualquier aliciente a la inversión -que ya es muy pobre en la actualidad- la Argentina caminará a pasos acelerados hacia la hiperinflación y el deterioro en todos los niveles imaginables. El país vive también un momento "bisagra" en el plano moral: ¿sancionarán la Justicia penalmente y la sociedad electoralmente a la corrupción?
El fin del endeudamiento externo -como sucedió en 2001- nos obligará a enfrentar la realidad: a vivir con salarios acordes con nuestra productividad, la de un país productor de materias primas, un nivel medio de industrialización y una pesadísima carga estatal. La Argentina solo puede pagar salarios altos porque logra financiarlos con deuda externa, lo que implica hipotecar nuestro futuro y el de nuestros hijos para autoasignarnos un ingreso superior al que legítimamente nos correspondería de acuerdo con el valor y la cantidad de bienes y servicios que producimos. La deuda nos permite vivir una ficción: gastar lo que no tenemos y vivir como lo que no somos (un país rico). Y aun en estas circunstancias la mayoría de los argentinos están insatisfechos.
América Latina está en el umbral de decisiones importantes. Brasil enfrentará en pocos meses elecciones decisivas para su futuro, para determinar si se inclinará hacia uno u otro modelo. La Argentina enfrentará esa disyuntiva en 2019.
Paradójicamente, los dos países paradigma acaban de pronunciarse y cada uno de ellos optó por profundizar los procesos en que están embarcados. La sociedad chilena se pronunció libremente por más capitalismo al apoyar masivamente a Sebastián Piñera, en elecciones democráticas que ningún partido o sector de la sociedad impugnó. Los chilenos interpretaron que con más capitalismo pueden mejorar sus condiciones de vida y continuar reduciendo la pobreza. En el otro extremo, y aun cuando millones de venezolanos no pudieron expresarse porque decidieron emigrar, los que permanecieron en Venezuela se han manifestado por más socialismo -al margen de los cuestionamientos generalizados a la legitimidad de esos comicios- reeligiendo a Nicolás Maduro para conducir el socialismo venezolano.
Más allá de cualquier ideología, lo que cuenta son los hechos. La reducción de la pobreza es el parámetro más importante para medir la performance de países emergentes como es nuestro caso. Y en este campo Chile va a la cabeza. Y la medición vale no como un dato estático o un hecho fortuito, sino como un proceso que se afianza en el tiempo. Si bien según la Cepal Uruguay tiene un índice más bajo, históricamente ha sido así, en cambio el descenso de la pobreza en Chile fue más pronunciado en las últimas décadas. En su caso el factor clave para la reducción de la pobreza ha sido la inversión. Y de la mano de la inversión, el salario. El real factor de inclusión social es el salario, y no el subsidio, o el "plan" (que debería ser apenas un paliativo transitorio). El salario incorpora a la persona a un universo que posibilita el ascenso social por medio del mejoramiento de las capacidades laborales del trabajador. El salario induce a la superación; el subsidio induce a más subsidio y a la abulia.
La inflación es sinónimo de gasto descontrolado. Con "capitalismo salvaje", Chile la mantiene en el 2,5% anual. En cambio, Venezuela ya no tiene ni cómo medirla. Y con el socialismo bolivariano ha logrado el "milagro" de llevar el índice de pobreza por encima del 60% en el país más rico en recursos de todo el continente americano.
A juzgar por su desempeño en los últimos años, pareciera que Perú ha optado por el camino de Chile: 1,5% de inflación, tasa de inversión del 26% del PBI y reducción de la pobreza como consecuencia ineludible. Estos indicadores señalan que el país está viviendo en armonía fiscal, que la presión impositiva deja margen de rentabilidad y posibilita un alto nivel de inversión. Así, todo país que decida vivir con baja inflación -implica cuentas públicas en equilibrio- y con una razonable presión impositiva (que haga rentable y atractiva la inversión) ha tomado el camino de lo que muchos tildan de "capitalismo salvaje", donde, ante gente que la pasa muy mal, el Estado, en lugar de asignar todo el ingreso nacional a socorrerla, crea las condiciones para que una parte considerable de ese ingreso se canalice a inversión, a agrandar la torta colectiva y a generar empleo. Privilegia la rentabilidad del capital frente al dolor de esos sectores. Resulta chocante, sobre todo, si como suele suceder, los ricos -especialmente los nuevos, buscando reconocimiento social- hacen ostentación de su riqueza. Explica además la repulsa visceral hacia ese modelo desde una perspectiva humanista.
Cinco aspectos bastan para augurarle un buen futuro a una sociedad: tasa de inflación, nivel de inversión, reducción de pobreza, libertades básicas en democracia y respeto a los derechos humanos. Aunque lejano, a ese escenario deberíamos aspirar.
Licenciado en Ciencia Política y empresario