La belleza infinita del universo
En La belleza del universo, Stefan Klein toma el ejemplo de una rosa como un modo de desbaratar el temor de quienes presumen que en la medida en que adquirimos un mayor conocimiento de las cosas, sean ellas objetos tangibles o procesos complejos, nos privamos de la experiencia de contemplar la belleza. Biofísico de profesión, en el comienzo de su libro recuerda la advertencia que le hizo un poeta alemán cuando le confió que la información cada vez más exhaustiva que tenía de los genes le producía decepción, porque las personas decodificadas se le antojaban aburridas. La broma encubre apenas una idea equivocada de los hechos.
La experiencia demuestra lo contrario. Quienes ejercen la crítica de artes tales como la música o el cine lo saben muy bien. Cuanto más sabemos acerca de los detalles del procedimiento artístico, mayor es el placer que nos brinda una obra. Tomemos un ejemplo de la música clásica: ningún crítico siente que merma el disfrute que le produce escuchar alguna de las tocatas de Bach porque posea un conocimiento pleno de las estructura musical o, para no complicar más las cosas, de los elementos puestos en juego en la melodía, la armonía o el ritmo. Quizá sea más fácil entenderlo si pensamos en el cine. Cuando tenía algo más de veinte años, el oficio me llevó innumerables veces a los sets de filmación y asistí deslumbrado a la trastienda de esos rodajes. Sin embargo, asistir a la larga sucesión de decisiones que le dan forma a ese artificio -la utilización de la luz, la elección de las lentes de la cámara, aun el tiempo muerto entre escena y escena, entre muchas otras- jamás me impidió disfrutar de la obra una vez que estuvo concluida. Pocas veces fui presa del suspenso como cuando vi La ventana indiscreta o El hombre que sabía demasiado, tras haberme maravillado con las entrevistas en las que Alfred Hitchcock, en conversaciones con François Truffaut, develaba muchos de los trucos cinematográficos a los que había echado mano durante el rodaje.
Leí el libro de Stefan Klein con un ojo en la tapa de los diarios. En estos días se conoció una de esas noticias con las que los científicos conmueven cada tanto al resto de los hombres: por primera vez se consiguió registrar en una fotografía un agujero negro, distante cincuenta millones de años luz, confirmando así la teoría de la relatividad de Einstein. Nosotros, los mortales, no alcanzamos a comprender del todo la verdadera dimensión de esos hallazgos, pero lo que esos deslumbramientos vienen a decirnos es que nunca terminamos de saber el origen de nuestra especie. Esa ignorancia (o la suma de conocimientos que jamás la cancela) no hace sino acrecentar el misterio insondable sobre lo que somos y atizar nuestro interés.
Klein lo cuenta con gracia. En cierta ocasión su padre llegó a la casa familiar cargando una pesada caja que contenía un televisor. En el afán de disipar la amarga queja de su esposa, cansada ya de acumular tantos trastos, hizo un anuncio con el que creyó tocar el corazón de su mujer, que, como él, era química de profesión, es decir, una mujer del mundo de la ciencia:
"Están volando a la Luna", dijo. Era 1969. Klein recuerda todavía hoy, cincuenta años después de esa proeza, las voces metálicas de los astronautas y la espectral caminata entre cráteres grises y pedregosos que mantuvo en vilo casi a la humanidad entera. Pero, sobre todo, guarda consigo el recuerdo vivo de una escena en la que aparece, sobre la curva cenicienta de la superficie lunar, una pequeña esfera con una de sus mitades iluminada y la otra en penumbras. Esa imagen corresponde al instante en que la Apolo XI emprende el regreso a casa; la minúscula esfera es, desde luego, la Tierra. Acaso nunca un hombre había percibido hasta entonces que su morada era tan pequeña y nunca había sentido semejante urgencia para regresar a ella. "Este es nuestro hogar en el cosmos -escribe Klein-: una bolita minúscula, sola en medio de una noche inconmensurable, frágil y bella".
Klein da innumerables ejemplos del minucioso conocimiento que la astronomía, la física y otras ciencias han obtenido acerca del universo, en el afán de conocer el origen de la vida, pero advierte que ese cúmulo de información está lejos de impedirnos que nos conmueva la belleza. Sabe que el universo, y el conocimiento que de él tenemos, es también una experiencia poética.
"A ese inicio lo llamamos Big Bang -escribe el físico-, un gran estallido en el que surgió un universo diminuto que, sin embargo, ya contenía todo lo que existe en la actualidad".
Borges ya lo había soñado en la forma de una vasta, infinita biblioteca.
PLAYLIST. Mientras escribí este texto escuché: Bach Toccata's, Glenn Gould