La citación judicial de Lula ensancha la grieta brasileña
Las imágenes de la policía llevándose a la fuerza al ex presidente impactaron en la opinión pública, pero el debate sobre el problema de la corrupción se diluye en acusaciones cruzadas contra la tendenciosidad de la justicia y de los medios de comunicación
Mientras la prensa de todo el mundo reportaba con sorpresa la detención de Luiz Inacio "Lula" da Silva –las imágenes del ex presidente llevado por la policía para declarar ante la justicia–, en Brasil el debate que estalló en los medios y en las redes sociales ganó una connotación muy particular.
El hecho de que el ex presidente pueda haber cometido o no delitos de corrupción ya no era la discusión central, a fin de cuentas, la desconfianza popular no viene de hoy: ya antes del petrolão (el escándalo de Petrobras), al PT ya se lo consideraba responsable del mensalão, el sistema de pagos clandestinos a parlamentarios para que aprobaran leyes, que ya llevó a algunos altos funcionarios del gobierno (como el ex-jefe de gabinete José Dirceu), literalmente, detrás de las rejas.
Lo que realmente viene causando intensa polarización y alimenta la tensión en las calles –en las que habrá manifestaciones de ambos lados durante la próxima semana– es la forma en que Lula fue sacado de su departamento en São Bernardo do Campo (en el Gran San Pablo) y llevado a la comisaría de la Policía Federal en el aeropuerto de Congonhas, donde testificó durante tres horas. La controversia sobre la "conducción coercitiva", autorizada por el juez Sergio Moro, se extendió durante todo el fin de semana.
Mientras que la presidenta Dilma Rousseff y los seguidores del PT dijeron que había sido una operación abusiva –participaron de ella más de 200 agentes y algunos helicópteros–, la policía alegó que la medida tenía como objetivo impedir la agitación en las calles. Cosa que no pudo evitar, porque hubo violencia y gente herida.
El debate sobre la "conducción coercitiva" puede parecer sólo un detalle, pero no lo es, porque revela la grieta (¡también la tenemos!) socioeconómica de Brasil en la actualidad. Los que piensan que hubo abuso contra Lula dicen que los escándalos del PT están más expuestos en los medios de comunicación, que son más condenados, y que todo eso revela una alta carga de prejuicio y de racismo, mientras que los casos en los que la oposición, especialmente el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), aún adeuda respuestas son tratados de una manera mucho más discreta.
Hay que recordar que el político opositor que viene a ser la contrafigura de Lula, el también ex presidente Fernando Henrique Cardoso, está acusado de haber comprado votos para su reelección y de haber enviado ilegalmente dinero para una amante en el exterior, mientras que su partido, el PSDB, habría sobrevaluado los trenes del metro de San Pablo, entre otras cosas. A diferencia de Lula, se quejan los petistas, Cardoso nunca tuvo que levantarse corriendo de su departamento en el exclusivo barrio de Higienópolis para ser llevado a una comisaría.
Los antipetistas argumentan que este punto de vista, amparado en un relativismo dañino, lleva equivocadamente a justificar posibles actos ilegales del ex presidente. Dicen que él no debe estar por encima de la ley y que tiene que ser condenado si se confirman las acusaciones.
El PT de Lula surgió de una alianza entre sindicatos de obreros e intelectuales de izquierda. El ex presidente nació en el norte del país, "donde un niño que se escapa de morir es un milagro", como ha recordado el viernes. El PSDB, en cambio, nació de una disidencia de un partido tradicional, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), bajo la inspiración de la socialdemocracia europea. Está compuesto, básicamente, por liderazgos del sur del país, más blancos y mejor educados.
Para hacernos acordar de su extrema habilidad política, Lula fue quien más rápido se dio cuenta de que el debate sobre su detención se repartiría de esta manera, simplificada e ideologizada. El mismo viernes, el ex presidente hizo declaraciones encendidas a los medios y se declaró perseguido por la elite de Brasil que, argumentó, estaría enojada porque su gobierno sacó a 30 millones de brasileños de la miseria.
En su discurso, el ex presidente dejó claro que el eslogan "Lula paz y amor" –de su exitosa campaña de 2002, que trataba de demostrar que el sindicalista virulento se había transformado en un político moderado– es ya del pasado: por estos días, el ex presidente volvió a sus tiempos de militancia, cuando hablaba a los gritos ante los obreros en las puertas de las industrias.
Lula dijo que no veía nada malo en tener amigos poderosos y en conseguir favores, atacó a la prensa, llamó a la militancia para "empezar de nuevo" y sugirió que podría volver a competir en 2018. Se victimizó al evocar sus orígenes humildes ("no sé apreciar el vino porque mi paladar no fue educado para eso") y aseguró que reaccionará con fuerza ("si querían matar a la víbora, como no la golpearon en la cabeza sino en la cola, la víbora todavía vive", dijo).
¿Cuáles son los logros en los cuales se apoya Lula? No pocos. El PT fue responsable de la más alta distribución del ingreso de toda la historia de Brasil. En estos 12 años de gobierno, el ingreso del 10% más pobre aumentó en nada menos que un 130% y el PBI del país llegó a 7,5%. Cuando se fue, tenía un 83% de popularidad.
Pero ¿cuál es el problema del relativismo que aprovechan Lula y sus seguidores para su defensa ahora? Es que el relativismo refuerza la impunidad que siempre hubo en Brasil con el tema corrupción. No por nada hay un dicho popular que dice: "En Brasil, todo acaba en pizza". Lo que equivale a decir que, al final, todo termina bien y hay festejo.
La diferencia, ahora, es que hay mucho enojo en las calles y en las redes sociales. ¿Por qué? La respuesta es sencilla. Al igual que los argentinos, los brasileños no tienen mucha dificultad en convivir con la idea de tener políticos corruptos, hasta que eso se siente en el bolsillo.
En este sentido, el discurso de Lula puede incluso encender su base de apoyo. Pero lo que va quedando más claro es que el desgaste del PT es gigantesco y que el gobierno no logra dar signos de reacción que salven el país de una de las recesiones más severas de su historia.
El mal manejo de la economía durante la gestión de la sucesora de Lula, Dilma Rousseff, está provocando que los 30 millones de personas que habían ingresado a la clase media simplemente vuelvan a la miseria. Sólo en 2015, más de 1,2 millones de brasileños perdieron sus trabajos. Apenas en enero de este año, hubo más de 100.000 despidos. El PBI del país sufrió la contracción de -3,8%, comprometiendo al menos los próximos dos años. Y, mientras tanto, la pelea abierta de los políticos en Brasilia transmite a los brasileños la imagen de un país a la deriva.
La buena noticia en medio de todo esto es que la justicia está actuando de forma independiente. En el pasado, una investigación que alcanzara a la cumbre del gobierno o a un ex presidente como Lula habría sido impensable. Esto sólo puede pasar ahora porque en las dos últimas décadas se ha producido un fortalecimiento de las instituciones, en gran parte debido –irónicamente– al impulso de los partidos en el poder en ese período, entre ellos el propio PT.
La mala noticia es que el costo político de tener un país con instituciones independientes puede ser alto y el drama de Lula puede ser el ejemplo más emblemático de ello.
Después de esto, ¿estarán dispuestos los países de la región a seguir los pasos de Brasil y a desplegar sistemas como el de la delação premiada –parecida a la ley del arrepentido sugerida por Mauricio Macri– o será mejor mirar hacia otro lado o decirse perseguido, como ahora hace Evo Morales? ¿La gente irá a las calles a presionar a sus políticos para eso?
Si el sacrifício de Brasil abre el camino a un cambio en el modo en que los países latinoamericanos conviven con la corrupción, será al menos una herencia positiva en medio de la total desolación en que vivimos.
Corresponsal para América latina del diario Folha de S. Paulo