La ciudad de Los Supersónicos
A muchos nos pasa lo mismo que al personaje de Medianoche en París: nos sentimos transportados por las imágenes de los barrios históricos de antiguas ciudades europeas como Praga, Viena, Barcelona o las que cuelgan de las laderas suspendidas entre el cerúleo del mar y el cielo en la costa amalfitana. Esas callecitas angostas y serpenteantes, frecuentemente empedradas y sin veredas, esas casas de paredes descascaradas y vacilantes, muy cercanas entre sí y tan a la medida humana, tienen ese qué sé yo, ¿vieron?
Astana, la capital de Kazajistán, donde estoy trabajando desde el lunes a la noche (con siete colegas de otros tantos países, asistimos a la Conferencia Global sobre Atención Primaria de la Salud, organizada por la OMS y Unicef), es justamente lo contrario. Esta ciudad que triplicó su población en las últimas dos décadas y ahora ronda los 700.000 habitantes parece surgida de las fantasías imperiales de un admirador de Los Supersónicos o un geómetra obsesionado con el gigantismo.
A primera vista, se extiende sobre un trazado en el que todo es excesivo. Los parques son interminables y están cubiertos de largas filas de árboles recién plantados, hay avenidas de seis carriles por mano, y a los edificios, monumentales y dispuestos uno a gran distancia del otro, les cabe muy bien el adjetivo de "faraónicos". Hasta hay una pirámide inaugurada no hace mucho que se usó una sola vez: para el vigésimo cumpleaños de la ciudad. Sí: aunque cueste creerlo, todo lo que se ve, la urbe entera, un compendio de ensayos arquitectónicos que exploran los límites de la modernidad, se hizo ¡en veinte años!
Antes de ser Astana (o Astaná, indistintamente, porque es una adaptación de la grafía cirílica, que en idioma kazajo quiere decir literalmente "ciudad capital") era un asentamiento pequeño, fundado por los cosacos a mediados del siglo XIX en una estepa helada que en los días de invierno puede llegar fácilmente a los 40 grados bajo cero. De hecho, se la considera la segunda entre las capitales más frías del mundo, después de la de Mongolia, Ulán Bator.
Uno de los proyectos urbanísticos más grandes y caros que se hayan emprendido (impulsado por el presidente de este país, Nursultán Nazarbáyev, un caso prodigioso de permanencia, ya que es reelegido sin interrupciones desde 1991 y, en 2015, con el 98% de los votos), desconcierta por la monumentalidad de estos audaces edificios sin grafitis. El emblema de la ciudad es la Torre de Bayterek (algo así como nuestro Obelisco), que representa en forma estilizada un mítico árbol de la vida en cuyas ramas un pájaro de la felicidad empolla sus huevos y que culmina en una esfera reflectante dorada que hace las veces de mirador a 97 metros de altura.
Otra construcción para el asombro es el centro comercial que se ve desde las ventanas del hotel. El Jan Shatyr es una carpa transparente de aspecto similar a un cono algo inclinado que cubre 140.000 metros cuadrados de patios y pasillos circulares, se eleva a 150 metros de altura y culmina en una gran aguja central. Gracias a su diseño innovador, en el interior la temperatura se mantiene todo el año entre los 15 y los 30 grados, aunque afuera el frío cale los huesos.
Los pisos de madera de la Ópera de Astana, con explanadas y columnas de tal dimensión que nos remontan a la época de los romanos, y con palcos circulares cubiertos de arabescos dorados y púrpura, todavía tienen aroma a nuevo. Pero sin duda lo que más sorprende es la ausencia del gentío abigarrado que nos es familiar. Ni en el palacio presidencial, de un blanco inmaculado, se advierte el incesante movimiento de personas que caracteriza los grandes conglomerados latinoamericanos. Todo es tan impoluto y ordenado que en cualquier momento podrían aparecer los Jetsons tripulando un auto volador. Ante semejante prolijidad, uno hasta llega a echar de menos los bocinazos y el caos porteño...