
La disputa por el control de las conciencias
Como ya han sostenido numerosos autores y se evidencia en nuestro diario vivir, transitamos un mundo en permanente cambio y este es de tal envergadura que es considerado un tránsito hacia una nueva era que se despliega sobre la base de la capacidad transformadora de la tecnología digital.
En este caso, como sucedió en los inicios de lo que hemos denominado la Edad Moderna, asistimos a la convergencia de dos procesos: por una parte, la progresiva debilidad y el desdibujamiento de las instituciones existentes, y al mismo tiempo la emergencia de lo “diferente”, lo “impensado”, lo “imprevisto” que surge y reconfigura el campo social, político y cultural existente.
El rediseño de la realidad se realiza a través del despliegue de nuevas interpretaciones que tratan de hacer inteligible aquello que sucede.
La modernidad instituyó, en su momento, una interpretación de la realidad con la que pretendía armonizar las exigencias de las primeras etapas del desarrollo capitalista con una organización de la sociedad que hiciera posible su gobierno. Para ello, ordenó y separó espacios, creó instituciones y nos proporcionó una interpretación del mundo en que estas distintas partes armonizaban su funcionamiento a través de engranajes legales que posibilitaban la reproducción de las dinámicas necesarias.
Esta reconstrucción de la visión del mundo requirió no solo la invención de esta nueva arquitectura, sino también un plan de instalación que incluyera un cambio en las mentalidades. La escuela fue una de las invenciones más exitosas del proyecto moderno. A través de ella y utilizando la misma metodología pastoral que usaban las iglesias, actuó sobre la mente de las nuevas generaciones para imbuirlas de los valores que requería tanto la nueva ciudadanía como la cultura del trabajo que exigía la base productiva.
Fue la modernidad la que concibió la idea de la niñez como un período etario diferente al del adulto y les otorgó a la familia y a la escuela su tutoría. De allí en más, los niños vivieron y viven vidas de niños en las que supuestamente no sufren los rigores de la vida adulta. Incorporar desde la niñez la cosmovisión moderna de realidad generó más de una disputa. La Iglesia cuestionó siempre el derecho del Estado a intervenir en la formación de la conciencia de los niños. En nuestro país se inició esta discusión a fines del siglo XIX, a raíz del dictado de la ley 1420, que estableció la educación laica y obligatoria. Desde ese momento hasta hoy se retoma esta temática cada vez que alguna de las partes (Estado/Iglesia/familia-libertarios/progres) cree poder dar vuelta la taba a su favor.
El orden moderno comenzó a temblar; ahora sabemos que preanunciaba una transformación profunda en los años 60. Lo primero fue la irrupción de la protesta juvenil y su crítica al orden social y político que regulaba sus vidas. A la par se inició un desarrollo tecnológico que, sin disputas, reestructuró el mundo en que vivimos. Lo lejano pasó a ser cercano y todo empezó a pasar al mismo tiempo.
El primer cimbronazo lo provocó la invención de la TV, que se instaló en nuestra cotidianeidad y rompió, sin más, la frontera entre la vida de los niños y la de los adultos. Este acontecimiento generó una alerta entre los padres para que mantuvieran la vigilancia de las fronteras.
En los años 90 internet fue un golpe de gracia para la arquitectura moderna destinada a moldear las conciencias de niños y jóvenes a través de las instituciones educativas. Las redes y aplicaciones generaron condiciones para que cada uno desde su propio “yo” generara un mundo para sí, compartido con aquellos que siente como iguales.
No se trata solo de una emancipación, de zafar del control social. Es un ingreso a otro orden donde se articulan otros modos de relacionarse, de expresar amores y odios, gustos y deseos. Distintas maneras de acceder e interpretar el mundo en que se vive. Modos que cambian de un grupo a otro. Un terreno valorativo que se construye sin la intermediación de las instituciones formativas.
Deleuze ya nos adelantó en los años 90 que se trataba del paso a un nuevo régimen de poder, que denominó la sociedad del control. En esta nueva ingeniería del mundo, la escuela no tiene un papel central en la adaptación de las mentes individuales, y por esto se resiste y prohíbe el celular y adopta muy marginalmente las nuevas tecnologías. Hay una lucha frente a lo que siente una invasión protagonizada por “los bárbaros”, según la denominación con que los designó Baricco.
Además de esta capacidad de moldear los modos de vivir, lo digital utiliza una metodología para abordar el conocimiento que dista mucho de la que prevalece en las escuelas. Una investigación por internet o un adecuado interrogatorio a la IA permite acceder a la compleja trama que sostiene la realidad y/o identificar los múltiples elementos que se articulan entre sí para producir un determinado fenómeno, una circunstancia histórica o política.
El celo de la escuela por sostenerse fiel a sí misma y a la cultura que le dio origen y mantener así su prevalencia sobre la conciencia de niños y jóvenes la está transformando en un espacio culturalmente obsoleto, destinado al control social o al cuidado diario de aquellos que no tengan otra opción para su educación.
Así como las generaciones hoy mayores son el resultado del mundo cultural que se construyó a partir de la letra, hoy los niños y jóvenes están moldeados por la era digital. La escuela de la letra nos enseñó con la tiza y el pizarrón y hoy debe enseñar con la pedagogía que exige internet y la IA. De no ser así, estaremos sometiéndolos a su entorno sociocultural y familiar, que en un porcentaje superior al 40% los condena al submundo de la pobreza.
Miembro del CPA y de la Coalición por la Educación




