La gran renuncia o la gran avivada: el país ante la “nueva normalidad”
Más allá de algunos positivos cambios personales y laborales acelerados por la pandemia, pueden verse acentuadas patologías sociales como cierta falta de compromiso y aun ventajismo
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Al país le está costando volver a trabajar. Al menos en algunas áreas, le está costando volver a la “vieja normalidad” laboral. Es una realidad con múltiples aristas, en la que conviven desde transformaciones virtuosas hasta la avivada lisa y llana. Por un lado, la pandemia ha acelerado cambios individuales y colectivos que modifican la forma de trabajar. También ha potenciado replanteos vitales que, tanto acá como en el mundo, han llevado a muchas personas a revisar su relación con el trabajo, a buscar nuevos equilibrios y a animarse a probar fórmulas distintas de las que había aplicado hasta ahora. Todo eso parece inscribirse en el plano de las transformaciones positivas. Que haya más gente dispuesta a explorar nuevas actividades, a arriesgar o a dar un volantazo en procura de una mejor calidad de vida puede ser síntoma de una sociedad más innovadora y creativa; incluso más emprendedora. El diccionario de la época ha creado nombres para esta tendencia: “reinventarse” o “salir de la zona de confort”.
También es un cambio positivo la aparición de modelos híbridos y más flexibles en determinados empleos. Muchas empresas y organismos públicos han encontrado en el teletrabajo y la virtualidad una alternativa eficiente. Otras avanzan hacia sistemas mixtos. Cuando se trata de esquemas consensuados, puede marcar una evolución hacia nuevos formatos de relación laboral con beneficios para ambas partes.
Pero en medio de estos fenómenos pueden detectarse señales de patologías sociales que no son nuevas, pero aparecen acentuadas: cierta falta de compromiso y, en algunos casos, hasta un “ventajismo” disimulado con la excusa del Covid. Un dato incontrastable: la sociedad parece haber retomado con mayor ímpetu la “vieja normalidad” en todo lo que tiene que ver con el esparcimiento y el placer que en lo que se vincula con las obligaciones y el esfuerzo: se ha vuelto masivamente a los estadios, pero no a las universidades; hay más gente en las cervecerías que en los mostradores de las oficinas públicas. Un ejemplo minúsculo pero muy claro acaba de darlo la inefable Facultad de Periodismo de La Plata: mientras sigue sin dar clases presenciales, organizó el 29 de octubre un megarrecital de bandas de rock, con una multitud amontonada –sin aforo ni distanciamiento– en su propia sede académica. Es una metáfora del asimétrico regreso a la normalidad en ciertos sectores: primero la fiesta; el resto “ya veremos”.
En muchos ámbitos laborales están apareciendo resistencias para volver a la presencialidad plena. En organismos públicos (sobre todo de la provincia de Buenos Aires), todavía se mantienen esquemas de trabajo reducidos, con una atención menguada y un régimen de asistencia alternada. Los jefes se encuentran con reclamos individuales o colectivos para que se mantengan los mecanismos excepcionales de trabajo que se habían diagramado durante la cuarentena. ¿Con qué fundamentos? “Mucha gente se adaptó a otra rutina, modificó su funcionamiento familiar y hasta asumió otros compromisos; ahora no quieren volver a las ocho horas diarias los cinco días de la semana”, explica el responsable de una repartición pública con más de 500 empleados a cargo. El planteo sería muy válido si no fuera a expensas del Estado ni del esfuerzo o los derechos de otros. Pero se entra en una zona confusa cuando la expectativa de un cambio de vida no se asume como una elección a riesgo propio. En un país donde el empleo público se multiplicó de manera exponencial en las últimas dos décadas y donde abundan los estatutos de privilegio, esta suerte de “replanteo vital subsidiado por el Estado” puede profundizar una de las tantas deformaciones que cavan la fosa de la Argentina.
Casi entre murmullos, circula una explicación. Hay gremios estatales que han acordado una paritaria tácita con los funcionarios: “Ustedes no presionen por la presencialidad; nosotros no presionamos por los salarios”. Nadie lo va a reconocer, pero en un contexto de espiral inflacionaria y de pérdida de poder adquisitivo de los sueldos, prácticamente no hay paros ni conflictos en el Estado. Como si se hubiera encontrado un extraño mecanismo de compensación: pocos aumentos, poco trabajo. Es una ecuación que hace juego con las miradas distorsionadas y cortoplacistas que estimula la ideología del poder. Podría pensarse, en cambio, que el trabajo que no se hace pierde sentido y terminará, algún día, revelándose prescindible. Pero eso sería mirar con perspectiva de largo plazo, una práctica que en la Argentina está cada vez más devaluada.
“Para volver a la oficina, muchos hoy tendrían que contratar a alguien que les cuide a sus hijos. Como los sueldos se han atrasado, no lo pueden hacer”. El argumento de un sindicalista describe esa mezcla de confusiones y reclamos que condiciona la vuelta al trabajo en determinados estamentos. Parecería que la excepcionalidad de la cuarentena es interpretada en algunos sectores como un derecho adquirido.
En EE.UU. hoy se habla mucho de la “gran renuncia”, opción de un número récord de personas –la mayoría de mediana edad– que después de la pandemia deciden abandonar sus trabajos y explorar una nueva vida. Tiene que ver con algo que ha atravesado a todas las sociedades: así como la pandemia aceleró cambios tecnológicos, también precipitó replanteos y crisis “existenciales”. La mayor sensación de vulnerabilidad nos llevó a pensar en cuestiones que tal vez quedaban “tapadas” por el vértigo y las urgencias cotidianas. Puede ser un proceso movilizador y saludable, pero también ofrece matices. Es sano que, después de una experiencia tan traumática, prioricemos nuestra calidad de vida, le demos otro lugar al disfrute y privilegiemos los vínculos afectivos. ¿Eso se contradice con el compromiso laboral, el concepto de sacrificio y la noción del esfuerzo? Tal vez debamos reparar en los límites entre el bienestar y el hedonismo. Y en los modelos sociales que estimula cierto “espíritu de época”.
La “gran renuncia” no es lo mismo en EE.UU. que en la Argentina. En un país donde la economía se recupera con mucha fuerza y donde las tasas de desempleo han retrocedido rápidamente a los niveles históricos, los márgenes para esas elecciones y virajes existenciales son más holgados que en una economía estancada y deprimida como la nuestra. La administración de Biden, además, ha dado una asistencia estatal que, en los segmentos más bajos, ha permitido a muchos trabajadores contar con un ahorro que les puede funcionar, durante un tiempo, como seguro de desempleo. Pero el nombre mismo del fenómeno lo identifica como algo virtuoso: la renuncia es elección, es riesgo, es coraje. El problema es cuando solo se renuncia a las obligaciones sin renunciar a los derechos. Ahí es donde se entra en el terreno de una avivada que, si deja de ser aislada y excepcional, y empieza a configurar una tendencia, puede agravar distorsiones muy costosas en el mediano y el largo plazo.
El problema de fondo en la Argentina es que el poder ha practicado y alentado la avivada, sobre todo con falta de ejemplaridad y de coherencia. El vacunatorio vip, el festejo clandestino en Olivos, los permisos autoconcedidos y las contradicciones e inconsistencias en la aplicación de restricciones… Todo se ha combinado para licuar la autoridad moral de un gobierno que hoy debería marcar pautas claras para volver a la normalidad. No ha sido gratis: en el camino se ha acentuado la anomia de un país que, mucho antes de la pandemia, ya tenía dificultades con el cumplimiento de las obligaciones y las normas.
¿Por qué importa mirar las tensiones que se viven en el trabajo cotidiano? Por algo que explicó Julio María Sanguinetti en una entrevista con Pablo Sirvén: “Detrás de las pequeñas anécdotas de la vida diaria, hay procesos históricos”. Lo que está en juego no es lo que pasa en una u otra oficina, sino el estándar y el espíritu con los que la Argentina encarará el desafío del futuro. La pandemia ha dejado secuelas terriblemente dolorosas: se han perdido más de cien mil vidas humanas, pero también han naufragado comercios, pequeñas y medianas empresas, emprendimientos familiares, sueños y proyectos. ¿Con qué actitud nos paramos el día después? ¿Reforzamos nuestro compromiso con el trabajo o apostamos al “acomódese quien pueda”? ¿Miramos el largo plazo o solo el puro presente? ¿Nos arriesgamos o buscamos zafar? De esas respuestas dependerá que seamos la generación que supo reconstruir la Argentina o la que siguió bailando en la cubierta del Titanic.