La irrupción del país oculto
El año 2010, segundo centenario de la formación del primer gobierno criollo, quedará nítidamente recortado en la historia argentina. A modo de un círculo, que terminó de cerrarse en los últimos días, el país atravesó una serie tumultuosa de alegrías, tristezas y violencias que acaso muestren su rostro actual y las contradicciones e incertidumbres que permanecen abiertas.
Un rasgo no siempre advertido signó también 2010: la sociedad argentina, en sus distintas expresiones, pareció ir por delante de sus intérpretes, sorprendiéndolos y derrumbando sus previsiones. No es la primera vez que ocurre, pero este año a la sorpresa sociológica hay que adosarle un hecho excepcional, que cortó dramáticamente el devenir político.
Una mañana, en medio de lo que iba a ser un sereno día de octubre, los argentinos amanecieron con la noticia de la muerte del hombre fuerte del país. Más allá de las reacciones que suscitó el acontecimiento, nada volvió a ser igual desde entonces. El que daba la impresión de controlarlo y dirigirlo todo, aquel en el que imaginariamente podía delegarse la responsabilidad de gobernar, ya no estaba. El estupor y la incredulidad envolvieron al país. El tótem organizador de adeptos y detractores se había ido de este mundo, envuelto en el sino de sus voraces pasiones.
Al final de 2009 casi nada de lo que sucedería pudo anticiparse. Y lo que se insinuaba se descartó. Los asesores del poder económico privado pronosticaban un módico crecimiento del PBI, inflación devastadora, oposición en alza y un populismo crepuscular. De la vereda de enfrente, los políticos e intelectuales del Gobierno aseguraban que el Bicentenario sería una suerte de bisagra para el proyecto político que suscriben. El modelo se asentaría definitivamente. Nada de eso ocurrió. Las páginas de la prensa testimonian los errores de ese enfoque. Una lectura retrospectiva muestra la fugacidad de los diagnósticos basados, con escasas excepciones, en deseos e intereses.
En tanto, la Argentina oculta tramaba sus infinitas historias, terribles y bellas, al margen del poder. Irrumpiría más adelante, con manifestaciones contradictorias, desestructurando el guión autorreferencial de las elites. La muerte de un ídolo popular, las vicisitudes, por momentos rocambolescas, de la salida del presidente del Banco Central y el hiperconsumo de unas vacaciones récord distrajeron a los argentinos los primeros días del año.
Si nos atenemos a las encuestas de opinión y a los informes económicos, los primeros meses de 2010 mostraron dos fenómenos simultáneos, acaso vinculados: la recuperación acelerada de la economía, que a partir del último trimestre de 2009 pasó de índices negativos a una tasa de crecimiento en torno al 9%, y una marcada recuperación de la imagen presidencial, que partiendo de valores muy bajos terminaría duplicándose hacia mediados del año.
El fin del verano dejó ver un hecho contradictorio con el vademécum del analista ortodoxo: crecimiento con inflación, que se convertía en apoyo incipiente al Gobierno. Poco a poco empezó a disiparse el clima adverso que había signado casi desde el principio a la administración de Cristina Fernández. La recuperación del empleo, la renegociación de los salarios por encima de la inflación y la revalorización de los precios de los bienes exportables cambiaron el clima. Según los grandes (y equívocos) números de economistas y sociólogos, la Argentina estaba saliendo con cierta comodidad de la crisis mundial.
La derrota electoral del oficialismo en las elecciones adelantadas de junio de 2009 había provocado una anomalía política, de las tantas que la Argentina se inflige sin medir las consecuencias. La segunda mitad de ese año fue aprovechada por el Gobierno para hacer algo no reprochable en la forma, pero discutible en la sustancia: valerse de una mayoría parlamentaria ya deslegitimada para sancionar sin mayor debate una serie de leyes cruciales y controvertidas, entre ellas la reforma política y el nuevo ordenamiento de los servicios audiovisuales.
Se estimó que la oposición recuperaría la iniciativa. El año 2009 se había despedido con una escena política muy fuerte, que pareció un augurio para 2010: en la sesión preparatoria de Diputados, el 3 de diciembre, el arco opositor venció al oficialismo y le arrebató la presidencia de las principales comisiones. Se había alumbrado el llamado grupo A, que prometía cambiar la dinámica política argentina. Néstor Kirchner compareció ese día y asimiló lo que parecía el principio del fin de su proyecto. Los analistas especulaban acerca de si se iba a poder gobernar vetando continuamente leyes adversas.
De nuevo: nada de eso sucedió. Lo que se presentó como oposición era en realidad un conjunto de fragmentos de un rompecabezas imposible de armar. Sólo un proyecto -que en privado muchos de sus impulsores reconocían como de difícil implementación- alcanzó el estatus de ley y fue vetado: el 82% móvil para los jubilados. Mientras la oposición -o, mejor, las oposiciones- naufragaba, el Gobierno ponía en juego sus herramientas habituales y probadas: estigmatización de los medios de comunicación críticos, derechos humanos focalizados en el pasado, aliento frenético al consumo, presión tributaria, regulación de las relaciones federales mediante la caja.
En esa marcha, sonados hechos de corrupción -como el caso Sadous o las andanzas de Ricardo Jaime- no afectaron sustancialmente la imagen presidencial que construyen las encuestas. Por qué esta práctica, que azota a tantos gobiernos, no sacudió a los Kirchner es un enigma pendiente para los analistas; lo mismo que la inflación y su efecto en los sectores de menores ingresos. Hacia mediados de año, un sondeo en capas populares mostró una adhesión al Gobierno claramente mayor que la tributada por las clases medias. Y no alcanzaban los planes sociales para explicarlo.
Llegado el 25 de Mayo, la sociedad argentina exhibió una de sus fases. Una extraordinaria movilización popular celebró el Bicentenario. Fue la contracara de lo ocurrido a mediados de 2008, cuando la gente salió a la calle a protestar y solidarizarse con el campo. Aquella Argentina entraba en recesión, ésta salía a ritmo acelerado de ella. ¿Es suficiente la explicación económica? Quizás no, aunque tal vez convenga explorar una hipótesis: si el país se estuviera rigiendo por un nuevo paradigma económico, las conductas sociales podrían estar mutando, y redefiniéndose las bases de la legitimación política.
Pero eso será materia de una especulación a mediano plazo. Lo cierto es que al aproximarse la primavera nuevos sucesos concentrarían el interés y la angustia de los argentinos. El asesinato del militante de izquierda Mariano Ferreyra empezó a correr el velo de la Argentina oculta al poder. Fue un hito trágico para los Kirchner: con la excepción de Julio López, no habían padecido ningún asesinato político durante su gestión, y ahora tenían el temido muerto en la calle. Con ligereza se atribuyó la desgracia a la retórica violenta del Gobierno, desviando el foco de problemas más profundos y desesperantes.
Se dijo que Néstor Kirchner murió masticando amargura y frustración por la muerte del militante del Partido Obrero. Es plausible. Y aún más, si se me permite una licencia cercana a la ficción histórica: tal vez se sintió prisionero de las fuerzas contradictorias que, como Perón, había convocado para construir su poder: la burocracia sindical y el progresismo peronista. El aprendiz de brujo termina viendo impotente cómo las fuerzas que suscitó se vuelven autónomas y ya no le responden.
Un trasfondo de embrutecimiento social se reveló detrás de la muerte de Ferreyra. Los responsables pertenecen al oscuro delivery de la violencia argentina, donde se aglutinan barras bravas, mafias, sindicalismo fascistoide, corrupción policial, drogas y clientelismo político al mejor postor. ¿Dónde se ocultaba esa trama, invisible para la elite del poder, entretenida en sus juegos escénicos? Aunque las apañe, a ella no le gusta pensar en cosas escabrosas, hasta que la tocan. Tampoco a los argentinos pudientes, mientras compran autos de alta gama o planean sus vacaciones en el exterior. Pero bastaba con preguntarle a un sufrido habitante de las villas o del conurbano para saber cómo se incuban las enfermedades sociales.
Las últimas imágenes de 2010 comprometen el futuro. El crimen del militante que abrumó los últimos días de Kirchner se prolongó con nuevas muertes. Asesinatos engendrados en la noche de la pobreza y la manipulación. De la ausencia de ley. Afloró, contundente, el otro rostro de la Argentina. Sus asignaturas pendientes. El Bicentenario concluye como Jano, el dios romano de las dos caras. Una mirando al futuro; la otra, al pasado.
El año próximo traerá nuevas preguntas y preocupaciones: ¿Podrá la Presidenta con un país así? ¿Se fortalecerá la oposición? ¿La inflación trabará el crecimiento? ¿Disminuirá la inseguridad? ¿Quién ganará las elecciones?
Pronto lo sabremos. Son los interrogantes de la actualidad. Los del tiempo corto que nos absorbe y distrae. En cambio, las respuestas para la Argentina bifronte, que oscila entre el embrutecimiento y el progreso, entre la anomia y el derecho, requerirán enormes virtudes públicas, cuya ausencia estremece y desencanta.
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Eduardo Fidanza es sociólogo y director ?de Poliarquía Consultores