La menta es invencible
Le dimos la bienvenida el lunes, aunque la astronomía dicta que en realidad llegó ayer a las 10,30, y, si vamos a ser del todo honestos, ya la sentíamos flotar desde hacía varios días. El aire había cambiado de una forma indefinible e infinita y olía a las tormentas químicas que han puesto a las hormigas en marcha, que han traído de vuelta a las golondrinas (que una vez más anidan en mi galería) y que despertaron a la vid; es una cabernet sauvignon que me regaló un amigo. El año pasado dio sus primeros racimos, pero no llegamos a probarlos; los pájaros nos ganaron de mano.
Será, como todo en la pandemia, una de las primaveras más extrañas que nos tocará vivir. A nosotros, los humanos. Todo lo demás sigue su curso. Cometí, en el otoño, el pecado de plantar menta en la tierra. Ahora hay una invasión. Es una suerte que mi helado verde sea tan popular aquí; con pedacitos de chocolate, obvio. Es difícil que algo crezca más o menos bien en este suelo malo, pero la menta es invencible.
Cada año celebro la llegada de la primavera con un manuscrito, aunque siempre de un modo diferente. En esta época de floración y de renacer me llamó la atención cuántas personas me dijeron que les encantaría, pero que esto de las plantas no les sale, que cómo hago, que debo tener un don.
No es ningún don, se me ocurre. O, al menos, no tiene que ver con poderes preternaturales. Es, en rigor, un conjunto de acciones mínimas. Por ejemplo, lo primero, antes que ninguna otra cosa, antes incluso que la semilla o el brote tierno, es prestar atención. Todos los días, excepto cuando llueve impúdicamente, visito cada una de mis plantas. Me dicen si necesitan nutrientes, si sufren alguna enfermedad, si les falta o les sobra agua. Parece broma, pero el agua puede matarlas.
Es que cada planta en este planeta exige cuidados únicos. Si nos ponemos muy técnicos, el asunto puede abrumar a las personas de agenda frondosa, pero no es tan complicado. Algunas requieren luz, pero no sol directo. Otras, agua, sombra y aire fresco, como el ciboulette. La vid y la salvia se llevan mal con la humedad y aman la heliofanía. Las cúrcumas, que coseché el domingo, nunca han florecido en este clima. Son tropicales y piden más humedad y mucho calor, pero, cuidado, también sombra. Casi todas prosperan en suelos ricos y bien drenados, pero hay excepciones, para aquellos que no podemos darnos ese lujo y el suelo es pobre y se encharca: las mentas, las melaleucas y los Equisetum, también conocidos como cola de caballo, fósiles vivientes de un género que pobló la Tierra hace 100 millones de años.
El caso es que hay que saberse estos datos, como mínimo. Una querida amiga me escribió el otro día porque sus prímulas florecían, pero las hojas parecían estar marchitándose. Vegetal muy puntilloso, anoten: le gusta el agua, pero no tanta agua, y ama la luz, pero no mucho sol directo. Pudimos recuperarlas, por fortuna.
Las plantas, que se sepa, no caminan, así que detestan que las anden moviendo. Prohibido, salvo que no haya más remedio. Fin de la discusión.
Otra cosa, también menor, pero vital. Es cierto, producen su propio alimento a partir de la luz y el agua (se dice por eso que son organismos autótrofos y el proceso se denomina fotosíntesis), pero de todos modos necesitan –muy básicamente– nitrógeno, fósforo y potasio. Se llama abonar, y aunque hay mil detalles, la tierra de las macetas, el jardín o la huerta se va empobreciendo y hay que reponer esos elementos esenciales. Es una o dos veces al año.
Hay otras tareas importantes, como podar y desmalezar, y bibliotecas enteras de tecnicismos y procedimientos. Pero hay algo fundamental que se requiere para que un jardín triunfe: paciencia. Eso del dedo verde no es otra cosa que el moroso arte de la espera. Sembré semillas de albahaca anteayer. Pasará al menos un mes antes de la primera caprese. Tal vez, más.