La "neurosis política" de los argentinos
Marcos Novaro, que acaba de publicar el Manual del votante perplejo (Katz), analiza los vaivenes emocionales de los electores, que van del cinismo a la esperanza
Hay quienes piensan que la política interesa muy poco a nuestros ciudadanos y que ese desinterés está en el origen de muchos de nuestros problemas, porque no nos informamos, no participamos y dejamos hacer a los gobernantes, que en consecuencia pueden abusar sin obstáculo de nuestra confianza.
Del lado opuesto están quienes creen que la política ocupa un lugar demasiado gravitacional en nuestras actividades, que padecemos una suerte de hiperpolitización de la que se nutre un malsano intervencionismo o imperialismo de lo político sobre el resto de las esferas de la vida social: la economía, las ideas, la educación, hasta la religión, todos los asuntos comunes quedan contaminados de oposiciones y criterios políticos.
Como no pueden ser ciertas ambas creencias, pero las dos tienen buenos argumentos de su lado, están los que tratan de mediar entre ellas y sugieren que el problema no es que haya mucha ni que haya poca, sino que la que hay es mala: los buenos ciudadanos no intervienen y dejan hacer a los que no son tan buenos, o se comportan lisa y llanamente como unos pillos; los criterios e ideas con que se construyen los consensos políticos suelen ser muy poco adecuados, no fomentan la colaboración ni el respeto ni las soluciones duraderas, sino que apenas sirven para salir del paso y descalificar a unos para justificar a otros.
A ello se suma que solemos pasar de fases de gran entusiasmo a marcada decepción con la política. Ciclos que frecuentemente se atribuyen a déficits de la oferta, los líderes que nos seducen para luego decepcionarnos, pero también reflejan un problema de la demanda, una suerte de "neurosis política" que a veces nos lleva a esperar demasiado, otras veces nos empuja a resignarnos y aceptar cualquier cosa, y en conjunto nos condena a una relación muy poco práctica y productiva con los procesos institucionales.
Decepcionados versus ilusos
Esta distorsión de la demanda, dado que vivimos tiempos electorales, merece ser analizada con detenimiento. Nuestra neurosis política suele presentarse bajo dos formas o actitudes que parecen opuestas, aunque en verdad resultan complementarias.
De un lado tenemos al votante ya curtido en decepciones que ha llegado a la conclusión de que los políticos son todos iguales, lo que es equivalente a decir que son unos sabandijas, por lo que no está ya dispuesto a confiar en nadie. Prefiere hacer del escepticismo su bandera por el resto de su vida activa. Incluso cuando esté abierto a seguir escogiendo entre los candidatos que se le presenten, porque lo hará con bajísimas expectativas o directamente ninguna, tan sólo para vengarse de los que están en el poder y lo tienen harto, o bien para dejar fuera de juego a los más inescrupulosos e inútiles. Lo que le permite, con un mínimo esfuerzo, dar alguna utilidad a su voto sin abandonar en ningún momento el blindaje cínico que, según cree, mejor lo protege de nuevos intentos de manipularlo, engañarlo y desilusionarlo.
Del otro lado tenemos al votante esperanzado en que tarde o temprano habrá de dar con las personas adecuadas para que lo gobiernen, porque está convencido de que finalmente deberá aparecer el individuo o el grupo de individuos que se comprometa con el bienestar de las personas comunes, decentes y trabajadoras como él y no simplemente se encarame al poder para satisfacer su propio interés. Hasta que eso suceda trata de mantenerse informado, despotrica regularmente por el curso que siguen los asuntos públicos, acumula indignación y cada tanto ensaya con alguna nueva figura o partido, a la espera de dar con los indicados.
Los esperanzados e ilusos y los cínicos resignados creen estar en las antípodas del mercado electoral, enfrentarse entre sí en sus creencias políticas y actitudes morales más primarias. Pero en verdad comparten una misma dolencia. Con la diferencia de que lo que a unos les sobra a los otros les falta. El origen de la incomodidad y el disgusto con que unos y otros viven su relación con la política es el mismo. Si se esforzaran un poco en reflexionar sobre sus similitudes y diferencias, tal vez podrían ponerse de acuerdo en una visión más matizada, más realista y sobre todo menos neurótica de los problemas políticos que los desvelan.
Porque lo cierto es que no tiene sentido seguir esperando al elegido, o comparar a los políticos que tenemos a la mano con un ideal inexistente, con una especie de redentor mítico. Esto ya ha sido utilizado suficientes veces como aliciente para entronizar a rufianes de variado pelaje como para que sigamos blandiendo esta esperanza con inocencia. Como si la necedad y la ceguera, practicadas con insistencia, pudieran ser evidencia de virtud moral.
Por otro lado, aunque pueda servir para hacer parecer a la gente que la adopta más inteligente y juiciosa de lo que realmente es, también carece de mayor utilidad la tesitura del canchero decepcionado que pretende tener suficiente mundo como para saber que no conviene confiar en nadie y los políticos son todos iguales. En realidad, sabemos muy bien que de un modo u otro seguiremos estando obligados a elegir a alguno, el que parezca menos malo, y acompañar esa elección con más o menos cinismo no nos garantizará que vayamos a usar mejor nuestras oportunidades.
Si los ilusionados se ilusionaran un poco menos y los escépticos se mofaran también menos del mundo que los rodea, si confiaran menos en su virtud moral en el primer caso y en la función rectora del desprecio y el resentimiento en el segundo, estaríamos ya de por sí dando importantes pasos hacia un enfoque más útil del problema que tenemos por delante: cómo establecer una relación un poco más productiva, sana y amable con los políticos y la política. En suma, habremos empezado a combatir la neurosis política, y a vivir más felizmente nuestra vida pública.